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¡Hijo de puta! Cuando empezó a salir gente por la puerta del club como si fueran hormigas, Sykes se habría liado a golpes con el volante de pura frustración si el hecho de hacerlo no hubiera atraído la atención hacia sí, cosa que no deseaba en absoluto. Pero ¿qué le pasaba a aquella gente?

¿Es que no podían ir a un maldito baile sin pelearse? No le gustaba salir del coche, pero lo hizo de todas formas, y se puso a escrutar la muchedumbre en busca de una cabeza rubia y un vestimenta roja. La masa de gente en movimiento le impedía ver la parte del aparcamiento en que el chico había dejado el coche, de modo que intentó avanzar en aquella dirección estirando el cuello para intentar divisarlo. En la oscuridad, con gente que se movía en todas direcciones y faros de coches que surcaban brevemente la escena, el efecto era casi como el de una lámpara que lanzase destellos de luz . Entonces lo vio; caminaba con calma sobre la grava como si acabara de salir de una boda en lugar de una pelea. Se apartó hacia un lado para esquivar un automóvil que pasó a escasos centímetros de sus pies, pero sin quitar los ojos de encima a su presa. Entonces se detuvo en seco, jurando para sí. Había entrado solo, pero salía acompañado. La compañía era un tipo que tenía el aspecto de comer rocas para desayunar. Sykes estaba lo bastante cerca para oírlo decir:

«Lo voy a seguir hasta su casa», e inmediatamente torció para alejarse de allí. Permaneció sólo lo suficiente para fijarse en qué coche era el suyo, para así poder compararlo con uno de los números de matrícula y modelos que había anotado antes. Muy bien, aquella noche no iba a poder seguirlo: tres automóviles formarían un maldito desfile. Pero ahora tenía el número de su matrícula, de modo que esencialmente lo tenía Se dio prisa en regresar a su coche, echó una ojeada a la lista e inmediatamente vio la descripción que buscaba: un sedán marca Ford de ocho años, beige —un coche muy poca cosa para un tipo tan sexy y con tanta clase— con el prefijo 39 en la matrícula.

Todo era tranquilo; no había nada que tuviera que hacerse aquella noche. Esperar sería incluso mejor, le daría tiempo para cerciorarse de no cometer errores. Aquello iba a ser fácil; ya contaba con todos los elementos. El chico había acudido al bar, y él tenía a mano una provisión de GHB.

Sería un caso más de sobredosis, y como él no tenía intención de mantener relaciones sexuales con él, la policía lo descartaría calificándolo como un consumidor que había jugado demasiadas veces con su suerte.

Nam frunció los labios al mirar el espejo retrovisor. Los faros que lo seguían estaban demasiado cerca: Jungkook le pisaba los talones. Debería habérselo imaginado. Aquel hombre invadía constantemente su espacio personal, y no sabía si lo hacía sólo para fastidiarlo o porque era así como trabajaba, desequilibrando a la gente. Lo que sí sabía era que no le gustaba. Redujo la velocidad buscando un lugar seguro donde salirse de la carretera, y puso el intermitente. Para cuando consiguió detener el coche, tenía el de Jungkook justo pegado detrás, tan cerca que ni siquiera veía los faros, y él estaba ya abriendo la puerta antes de que Nam encontrase el interruptor de las luces de emergencia.

—¿Qué pasa? —quiso saber.

—Voy a decirle lo que pasa —comenzó Nam, pero entonces exclamó—: Dios santo. —Jungkook sostenía una pistola en la mano, una grande, a un costado de su pierna. Era una automática, probablemente una nueve milímetros. Nam se inclinó hacia delante y la contempló. La mirilla nocturna del cañón brillaba a pesar de la luz que emitían los faros de su coche—. Dios santo —repitió—. Sí que brillan esos chismes, ¿eh?

Jungkook miró hacia abajo. —¿Qué chismes? —Estaba escrutando el suelo como si esperase encontrar hormigas fosforescentes.

—Las mirillas nocturnas. —Señaló el arma—. ¿Qué modelo es? ¿Una H&.K? ¿Una Sig? —En la oscuridad, y con la mano tan grande que tenía Jeon, no podía distinguirlo.

Los Treinta y Cuatro Donde viven las historias. Descúbrelo ahora