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Sykes hizo una cosa que no había hecho nunca: llamar, bien temprano, a Temple Nolan a su casa. Era una radiante mañana de martes, y fuera cual fuera el lugar de trabajo de el rubio, quería estar allí con tiempo suficiente para interceptarlo si fuera posible, o preparado para seguirlo a casa cuando saliera. Iba a ser un día muy largo, pero él era un hombre paciente.

Temple contestó al tercer timbrazo, con la voz un poco tornada.

—Diga.

—Soy yo.

—¡Sykes! —Instantáneamente, pareció despejarse—. Por el amor de Dios, ¿qué haces llamándome aquí?

—Ese tipo no apareció en la dirección que me diste. ¿Estás seguro de que vive ahí?

—Completamente. Lleva viviendo ahí toda su vida.

Aquello respondía a una pregunta, pensó Sykes; estaba claro que el alcalde lo conocía personalmente.

—Entonces, anoche durmió en casa de otra persona. A lo mejor tiene un amante.

—¿El señor Nam? No lo creo —se burló Temple.

—Oye, si va al Buffalo Club, no debe ser precisamente el papa Juan Pablo II.

—Ya, claro —repuso Temple de mala gana—. Y además se ha teñido el pelo. ¡Maldita sea!

 —La buena noticia es que al parecer no sabe nada.

—En ese caso, quizá podríamos olvidarnos de...

—No. —Sykes fue tajante—. Es un cabo suelto. Pronto llegará el envío de las rusas; ¿quieres correr el riesgo de que ese tipo lo eche todo a perder? No creo que Phillips se tomase bien la idea de perder tanto dinero. Las rusas valen el triple que cualquiera de las otras partidas.

—Mierda.

Al oír que aceptaba, Sykes dijo:

—Y bien, ¿dónde trabaja? Si puedo, lo atraparé esta mañana, tal vez a la hora de comer. Si no, lo seguiré por la tarde cuando salga, y lo pillaré entonces.

—Es el maldito bibliotecario —dijo Temple.

—¿El bibliotecario?

—De la Biblioteca Pública de Hillsboro. Trabaja al lado del ayuntamiento. Abre la biblioteca a las nueve, y es el único que trabaja hasta la hora del almuerzo, creo, pero no puedes atraparlo allí. Hay demasiada gente yendo y viniendo del ayuntamiento, además del departamento de policía, y desde los dos sitios se ve el aparcamiento de la biblioteca.

—Entonces lo seguiré a la hora del almuerzo y veré si se me presenta una oportunidad. No te preocupes. De un modo u otro, lo atraparé hoy mismo.

Cuando ambos colgaron, en su dormitorio Jennifer Nolan apretó muy despacio el botón de desconectar y lo mantuvo así mientras devolvía el auricular a su sitio. Llevaba ya años escuchando las conversaciones de su marido, una compulsión enfermiza a la que no podía resistirse. Lo había oído concertar citas con tantos amantes diferentes que ya hacía mucho que había perdido la cuenta, y sin embargo, cada vez que él lo hacía, sentía que se moría una parte de ella. Con los años había intentado juntar suficiente respeto por sí misma para divorciarse de él, pero siempre había sido más fácil embotar las cosas con el alcohol y con otros hombres. A veces, incluso había conseguido beber lo suficiente para fingir que aquellos otros hombres le herían a él tanto como la herían a ella sus infidelidades, pero había perdido incluso aquella remota esperanza cuando empezó a pedirle que se acostara con hombres a los que debía favores.

Elton Phillips era uno de ellos, y desde que se lo pidió, ella empezó a odiarle con todas sus fuerzas, a odiarle con una pasión que la consumía como si fuera un ácido. Él sabía, tenía que saber, cómo era Elton Phillips, y aun así la había puesto en sus manos. En la intimidad del dormitorio de Phillips había gritado, llorado y suplicado, y al final simplemente soportado, rezando por no morirse... hasta que alcanzó el punto de empezar a rezar por morirse.

Los Treinta y Cuatro Donde viven las historias. Descúbrelo ahora