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Eran casi las tres de la madrugada. Un grupo especial formado por varios departamentos aguardaba en la noche la entrega de las chicas rusas. Varios miembros del departamento de policía de Hillsboro, del departamento del Sheriff de Jackson County, del departamento del Sheriff de Madison County, del FBI y del INS se habían escondido detrás de árboles, arbustos, el depósito de gas propano y todo lo que habían podido encontrar. Habían aparcado sus vehículos en otra carretera y recorrido a pie casi dos kilómetros a campo traviesa para llegar hasta la caravana.

Allí estaba Glenn Sykes, para desempeñar su papel habitual.

Si se hubiera presentado otra persona para aceptar el envío, el conductor del camión habría salido huyendo; y como iba armado, nadie quería que saliera huyendo. Las chicas que se encontraban en el interior de la caravana ya estaban lo bastante agotadas como para que resultaran alcanzadas por alguna bala perdida.

Jungkook estaba tumbado debajo de un pino grande, y la ropa que le cubría la espalda se confundía con las sombras de la noche. El jefe de cualquier departamento rara vez presenciaba algo de acción, pero se había decidido que su experiencia sería bien venida. Según Sykes, por lo general no había más personas con quienes contender que el conductor, pero las rusas eran tan caras que Phillips había exigido un guardia adicional para cerciorarse de que todo saliera bien. Los dos hombres eran superados en número en una relación de quince a uno, pero siempre existía la posibilidad de que uno de ellos intentase alguna estupidez; diablos, era de esperar, a no ser que todo funcionase a la perfección y los agentes de la ley dominasen a aquellos dos antes de que se dieran cuenta de lo que estaba pasando.

Un rifle negro yacía en los brazos de Jungkook. Sabía exactamente cuánta presión se necesitaba para apretar el gatillo y cuánto retroceso cabía esperar. Había quemado miles de cartuchos de munición con aquella arma; conocía al detalle su idiosincrasia, su olor, su tacto y su peso. Era una vieja amiga, y no se había dado cuenta de que la había echado de menos hasta que la sacó del armario de su casa y la sopesó entre sus manos.

Sykes se encontraba dentro de la caravana, con las luces encendidas, viendo la televisión. Habían registrado la caravana a fondo para cerciorarse de que él no tenía forma de ponerse en contacto con el conductor, pero Jungkook  pensaba que aun cuando tuvieran una docena de teléfonos conectados para que los utilizara él, Sykes no habría hecho tal llamada. Había decidido fríamente ahorrarse pérdidas cooperando plenamente, y cumpliría su parte del trato. El fiscal del distrito casi había llorado de alegría ante el aluvión de pruebas que le aportó, y le había ofrecido un trato realmente generoso. Ni siquiera cumpliría condena; cinco años de libertad condicional, pero aquello no era nada para un hombre como él.

A lo lejos oyeron el gemido de un motor que se elevaba por encima de la cacofonía de ranas, grillos y aves nocturnas.

Jungkook sintió el golpe de adrenalina y refrenó con firmeza sus reacciones. No sería inteligente emocionarse demasiado.

El camión, un Ford de cabina ampliada con un remolque en la parte de atrás, entró en el camino de grava, e inmediatamente el conductor encendió las luces. No hubo señal de ningún tipo, ningún toque de claxon ni destello de faros. En vez de eso, Sykes encendió la luz del porche y abrió la puerta de la auto caravana. Salió y se detuvo en el primero de los tres peldaños de madera que llevaban a la puerta. El conductor apagó el motor y se apeó.

 —Hola, Sykes.

El guardia permaneció en la cabina. —¿Algún problema? — preguntó Sykes.

—Una de las chicas se ha mareado y ha vomitado un par de veces, pero supongo que ha sido por viajar en la parte de atrás. Y como olía fatal, he tenido que parar a limpiarlo con la manguera para que no vomitaran las demás.

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