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El setter inglés correteaba alegremente por entre la hierba, que le llegaba a la altura de la rodilla, haciendo caso omiso de las órdenes que le gritaba su dueño. Era una perrita joven y aquel día era el segundo que salía al campo. La había adiestrado en su patio para que aprendiera a recoger objetos, utilizando diversos cebos, pero por lo general sus instintos cazadores se imponían a las circunstancias. Sin embargo, en el campo su exuberante juventud la dominaba.

Había tantos olores interesantes que investigar, los aromas de los pájaros, los ratones, los insectos, las serpientes, cosas que no conocía y a las que quería seguir. Aquella mañana flotaba en el aire un aroma particularmente especial que la sacó del campo y la llevó al interior del bosque que lo bordeaba. Detrás de ella, su dueño soltó una maldición.

—¡Maldita sea, Lulú, vuelve aquí!

Lulú no obedeció, sino que se limitó a menear la cola y se lanzó hacia unos arbustos bajos donde el olor era más fuerte. Olfateó el suelo agitando su sensible hocico.

Su dueño chilló: —¡Lulú! ¡Ven aquí, pequeña! ¿Dónde te has metido?

La perrita agitó la cola y comenzó a escarbar. El hombre vio la cola que se agitaba y luchó por abrirse paso entre la maraña de ramas, zarzas y matorrales que crecían bajo los árboles, maldiciendo a cada paso.

Lulú se fue excitando más a medida que el olor se hacía más intenso. Retrocedió y ladró para mostrar su agitación, y al instante se lanzó de nuevo dentro del arbusto. Su dueño apretó el paso, súbitamente alarmado, porque la perrita casi nunca ladraba.

—¿Qué es, pequeña? ¿Una serpiente? Ven aquí, Lulú, ven.

Lulú agarró algo con los dientes y empezó a tirar de ello.

Aquella cosa pesaba mucho y no quería moverse. Escarbó un poco más, haciendo volar la tierra a su espalda.

—¡Lulú! —Su dueño llegó hasta ella y la aferró por el collar para tirar hacia atrás. Llevaba una rama en la mano por si acaso tenía que defenderse de una serpiente de cascabel.

Miró fijamente lo que Lulú había desenterrado y retrocedió espantado, tirando de la perrita con él—. ¡Dios mío!

Miró frenético a su alrededor, temiendo que quien hubiera hecho aquello estuviera aguardando. Pero el bosque permaneció en silencio excepto por el murmullo de la brisa en las hojas; él y Lulú habían molestado a los pájaros, y éstos habían desaparecido o bien enmudecido, pero los oyó cantar y silbar a lo lejos. Ningún disparo alteró aquella serenidad, ningún maníaco salió de entre los árboles con un cuchillo para atacarle.

—Vamos, pequeña. Vamos —dijo, atando la correa al collar de la perrita y palmeándola en el flanco—. Lo has hecho muy bien. Vamos a buscar un teléfono.

 

Temple Nolan contempló el papel que sostenía en la mano, el número de matrícula que llevaba escrito. Sentía el frío dedo del pánico subiéndole por la espalda. Alguien, había presenciado la muerte de Mitchell, aunque por lo visto Sykes pensaba que no le había prestado la menor atención o que, al estar oscuro, no había entendido lo que estaba viendo, porque a continuación entró con toda calma en el Buffalo Club.

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