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El sábado por la noche era siempre el momento de más animación en el Buffalo Club, por eso Jimmy, el encargado de la barra, no estaba seguro de cuánto tiempo llevaba Mitchell allí cuando lo vio, con una cerveza en la mano e inclinado sobre una pelirroja que llevaba en la cara suficiente maquillaje para cubrir la Falla de San Andrés. La pelirroja no parecía impresionada; no dejaba de volverse hacia su amiga, una rubia platino igual de pintada que ella, como si las dos intentaran continuar una conversación y Mitchell se estuviera entrometiendo.

Jimmy no volvió a mirarlos; lo último que quería era que se percatara de que se habían fijado en él. Jimmy cogió el teléfono que había debajo del mostrador, marcó el número y dijo:

-Está aquí.

-Maldición -respondió Sykes al otro extremo de la línea-. Necesito verdaderamente hablar con él, pero no puedo escaparme. En fin, otra vez será.

-Claro -dijo Jimmy, y colgó.

Sykes interrumpió la conexión y rápidamente llamó a dos hombres que conocía y les dijo:

-Reuníos conmigo en el Buffalo Club, dentro de cuarenta minutos. Venid preparados.

A continuación, él también se preparó; se puso una gorra de béisbol para ocultar su cabello y unas botas para parecer más alto, y se metió una almohada pequeña debajo de la camisa. Con buena luz, aquel intento de disfraz resultaría obvio, pero de noche aquellas pequeñas cosas bastarían para que fuera difícil reconocerlo si sucedía algo desagradable en el club. Sykes no pensaba hacer nada allí; sólo quería pillar a Mitchell y llevárselo a algún sitio donde no hubiera doscientos testigos potenciales, pero siempre podían torcerse las cosas. Por eso no conducía su propio coche; había vuelto a tomar uno prestado, sólo por si acaso, y cambiado la matrícula por una que había quitado de un coche de Georgia.

Dejando a un lado posibles imprevistos, tales como otra pelea, su pequeño problema con Mitchell debía ser atendido aquella misma noche.

Nam descubrió que hacía falta mucho valor para regresar a un local en el que uno había provocado accidentalmente una pelea. No tenía por qué haber muchas personas que de hecho conocieran la causa de la misma: él, el jefe Jeon, tal vez el tipo cuyos testículos había aplastado -aunque no creía que el hombre en cuestión se hubiera fijado mucho en lo que ocurría a su alrededor- y quizás una o dos personas perspicaces que estuvieran observando. O sea, cinco como mucho. ¿Y qué posibilidades había de que una de las otras cuatro personas estuviera allí esa noche? No iba a pasarle nada en absoluto, nadie iba a señalarlo con el dedo en cuanto entrase por la puerta y gritar: «¡Es él!» Aquello era lo que le decía la lógica. Sin embargo, la lógica también le había dicho que comprar condones no representaría el más mínimo problema, así que estaba claro que la lógica no era infalible. De modo que allí estaba, sentado en el interior de su coche en el aparcamiento, observando a las parejas, grupos y personas solas que entraban en el Buffalo Club, que estaba muy animado. Se oía la música cada vez que abrían la puerta, y sentía el fuerte retumbar de la batería de la orquesta incluso a través de las paredes. Y allí se encontraba él, todo arreglado, y sin valor para entrar. Pero estaba trabajando en ello; cada vez que se decía algo a sí mismo para levantarse el ánimo, se acercaba un poco más al acto de abrir la portezuela del coche. Iba de rojo y sabía que le quedaba muy bien. No sólo estaba guapo, sino impresionante, y si no salía del coche y entraba en el club, no se enteraría nadie excepto él. Por otra parte, tal vez fuera mejor dejar que el local se llenase del todo, para reducir las posibilidades, ya escasas, de que lo reconociera alguien. Tamborileó con los dedos en el volante.

Sentía la música que lo incitaba a saltar a la pista y ponerse a bailar. Le encantó aquella parte de la noche, el ritmo y la sensación de su cuerpo moviéndose y el hecho de saber que lo estaba haciendo bien, que las clases que había tomado cuando iba a la universidad ahora le servían de algo, ya que todavía se acordaba de los pasos, y evidentemente a los hombres les gustaba mucho bailar con alguien que supiera hacer algo más que plantarse en un sitio y dar botes. Aunque los locales de música country no ponían mucha música de saltar; más bien se bailaba en grupos, o a ritmo lento...

Los Treinta y Cuatro Donde viven las historias. Descúbrelo ahora