Día 1: Perdido.

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La luz apenas se colaba en el interior del espeso bosque. Las pisadas de un conejo, un tigre y un lobo resonaban por los silenciosos alrededores. A pesar del aspecto macabro del lugar, ninguno de los tres parecían intimidados. Con sus túnicas negras y capas rojas carmesí mantenían su avance llevando consigo unos rostros determinados.

Llegado a cierto punto, se detuvieron en frente de un gran árbol. El tigre se sacudió algunas hojas que cayeron en su pantalón negro mientras el conejo daba unos pasos adelante, abriendo un pequeño libro que traía consigo.
Luego de aclararse la garganta y cerrar los ojos, aquel conejo recitó unas palabras, provocando una suave ventisca. Cuando volvió a abrir sus ojos, junto a sus compañeros apreció como un montón de luciérnagas hacían acto de presencia iluminando con su luz, formando una especie de camino que empezaba en el tronco del gran árbol y se perdía en la lejanía.

Una sonrisa apareció en el rostro de aquellos tres amigos. A pesar de que a sus 15 años de edad podría considerarse peligroso la aventura que les esperaba, para ellos no era impedimento para lo que significaba su posible victoria.

—Si la leyenda es cierta, esto nos debe conducir al templo perdido —dijo el conejo mirando el sendero de luz.
Luego los tres intercambiaron miradas.

—Voy a encontrar la espada crepuscular que yace en alguna recámara del templo, y de esa forma cumplir la voluntad de mi abuelo —afirmó el tigre.

—Voy a conseguir el medallón de la luna llena y seré el hechicero más poderoso que gobierne sobre las noches —aseguró el lobo.

—Y yo buscaré los ojos de Soleye, y cuando los tenga en mis manos, acabaré de una vez por todas con los Ankoku de mi pueblo, y posteriormente con los de todo el mundo —espetó.

Una vez enunciando el futuro que deseaban alcanzar, caminaron para adentrarse a lo más profundo de ese traicionero bosque. 

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