Capítulo 6

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Aunque era viernes por la noche, parecía ser que la tormenta desalentaba a la gente a querer salir de sus casas, porque cuando entramos al restaurante que le había sugerido a Valentino, había muy pocos comensales y, gracias a eso, conseguimos mesa sin problemas. El lugar se llamaba Aguacero, estaba a tres cuadras de mi departamento, y aunque no era lujoso, yo sabía por experiencia que la comida no decepcionaba.

Una moza vino enseguida a tomar nuestros pedidos, y como ambos estábamos con hambre, pedimos lo que fuera que saliera más rápido. Según la moza eso era pasta, así que eso fue lo que le pedimos que nos trajera, junto a unas papas fritas a modo de entrada, como para apaciguar los sonidos de mi estómago.

—¿Y qué dijeron ellos cuando les dijiste que tenías que trabajar con la diva número uno? —preguntó, cuando le conté que la pasta era el plato predilecto en mi familia.

—No, no tengo familia —solté así, sin más.

Siempre, de alguna forma, este tema terminaba saliendo cuando recién conocía a alguien. Cami me había dicho una vez que a las personas les chocaba un poco cuando yo decía que era huérfana, así sin ningún tipo de anestesia; pero Fran me decía que como era yo la que no tenía familia, podía darme el lujo de que me chupe un huevo cómo le caía la noticia a los demás. Para mi sorpresa, esta revelación no tuvo en Valentino el efecto lastimero que solía tener en otras personas.

Ante su cara de confusión, yo me encogí de hombros con cierta indiferencia, como si decir que no tenía familia no se sintiera como la peor mierda del mundo. Aunque, a decir verdad, a esta altura, ya estaba un poco acostumbrada.

—Bueno, como te dije, mi papá no existe, soy hija única y mi mamá falleció hace seis años de fibrosis pulmonar —resumí la respuesta que ya me salía de forma automática.

—¡Uh loco, que enfermedad de mierda esa! —soltó de pronto y noté cierta bronca en su voz, luego suspiró—. Es como el cáncer, o peor, porque, si tenés suerte, el cáncer puede entrar en remisión y podés llegar zafar; pero de la fibrosis no. Te va matando de a poco, dejándote sin aire, asfixiándote lentamente hasta que tus pulmones se vuelven piedra y ya no queda nada más que puedas hacer. Una reverenda mierda —puntualizó, casi masticando sus palabras.

—Sí, una reverenda mierda —coincidí y me quedé asintiendo porque ya con sólo decir eso alcanzaba, y agradecí que Valentino lo hubiera dicho con tanto fervor e impotencia, porque fue así precisamente como yo me sentía cuando la veía a mi mamá luchar por su vida... hasta que ya no hubo más nada que pudiera hacer por ella, más que llorar su partida.

De eso ya habían pasado casi siete años, pero no había un solo día que no sintiera su falta en mi vida.

—¿Quién de tu familia la tuvo? —pregunté, porque sólo aquél al que le toca de cerca es capaz de entender la impotencia que te genera.

—Mi abuelo Eugenio, el papá de mi papá. También falleció hace diez años, tenía setenta y ocho años, y padeció la puta enfermedad como cinco años —explicó con amargura.

—Mi mamá tenía cincuenta y cinco, también la luchó cinco.

Él asintió.

—Era muy joven —señaló.

—Demasiado —coincidí con bronca.

—Y el resto de tu familia ¿abuelo? ¿tíos o tías? —preguntó.

—Mi abuelo, Markus, falleció cuando yo tenía quince, tenía setenta y siete y estaba hecho moco, era carpintero y respirar toda su vida el polvillo de la madera le hizo mierda los pulmones, tenía EPOC. Mi abuela Gaetana, como te dije, también falleció, pero de un infarto ¡pum! Yo tenía diecisiete años, pero la verdad es que no fue algo tan inesperado porque ya tenía un stent y la vieja no se cuidaba nada y no le hacía caso a su cardiólogo cuando le decía que sus arterias estaban por reventar.

Como aviones de papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora