Capítulo 8

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Eran casi las dos y media de la mañana cuando los del restaurante nos dijeron amablemente que ya tenían que cerrar. Claro que yo me había dado cuenta que habían esperado un poco más de lo habitual para echarnos porque era la primera vez que un famoso de la categoría de Valentino venía a cenar a su local, y con seguridad, también la última.

—Bueno, y ¿me vas a contar cómo fue que naciste en Estados Unidos? —preguntó Valentino mientras pedía la cuenta.

Yo me sonreí intentando hacerme la misteriosa, pero después no me aguanté más y me reí.

—Mi mamá... ella era veterinaria y le apasionaban los caballos, así que después que se graduó de la universidad se mudó a Estados Unidos para especializarse en medicina equina. La idea era irse un año o dos y después volver —negué con la cabeza y una sonrisa se me dibujó casi sin querer—. Sí, claro. Cinco años después de haberse ido, y en los cuales hizo varias rotaciones en la Universidad de Tennessee y la Universidad de Florida, recién pudo hacer la residencia en medicina deportiva y rehabilitación que ella tanto quería. Después de los cuatro que llevó hacerlo, dijo que se terminó por encariñar tanto con la zona que decidió quedarse. Consiguió trabajo en un hospital equino en al sur de Nashville, y se asentó ahí.

—Ahí naciste vos —apuntó y yo asentí.

Me tomé unos segundos y bebí un poco de la gaseosa que me quedaba en el vaso, porque esta parte de la historia era la que más me costaba contar, precisamente, porque estaba llena de huecos.

—Yo creo que más que por la zona, ella se encariñó con alguien. Ella siempre decía que siempre le había gustado más Florida que Tennessee, así que, siempre supuse que algo tuvo que haberla obligado a quedarse. Creeme que yo insistí, pero nunca pude tener de ella una respuesta honesta y satisfactoria respecto a mi papá. Pero no tengo dudas que fue por eso que se quedó en Franklin.

—Y, entonces ¿no tenés ni idea de quién es él?

—Cero —aseguré—. Después que nací, ella se quedó allá y yo pasé mis primeros cuatro años de vida en una granja —conté, y no pude evitar reírme, porque la vida de grajera era algo que no pegaba en absoluto con la Mel de hoy en día, aunque sin duda, así como la música country, también había permanecido a mí el amor por los animales—. No tengo muchos recuerdos, claro, pero hay miles de fotos donde estoy con gallinas, chanchos, conejos, patos, gansos, cabras, ovejas, vacas y, claro, caballos. Siempre con caballos. Ni siquiera recuerdo cómo fue que aprendí a cabalgar, pero es algo que me encanta hacer, aunque... bueno, hace años que no lo hago —dije y recordé con tristeza mi cumpleaños número quince junto a mi mamá—. Tenía cuatro años cuando ella y yo volvimos a la Argentina, y desde ese momento, lo más cerca que estuve de un animal de granja, fue la carnicería —agregué con pesar y él soltó una risotada.

—Así que, por eso naciste en Tennessee... por los caballos —señaló con una media sonrisa—. ¿Por eso el tatuaje en tu antebrazo?

Aunque sabía a qué tatuaje se refería, no pude evitar mirarme el antebrazo derecho, donde sabía que estaba el dibujo en tinta negra que me había hecho un par de años atrás.

Al verlo sonreí.

No era más que una línea ininterrumpida que dibujaba la silueta de una mujer con un caballo. Simple, limpio y pequeño. Así y todo, representaba el amor infinito y eterno que sentía por mi madre.

—Yo podría mostrarte el que me hice yo por mi abuelo, pero para eso tendría que sacarme la camisa, y no creo que sea lo más apropiado —agregó con una sonrisa juguetona, y estaba a punto de decirle que a mí no me importaba en lo más mínimo que se sacara la camisa en pleno restaurante justo cuando la moza reapareció a nuestro lado.

Como aviones de papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora