Capítulo 2

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Habían pasado las dos semanas más espantosas de mi vida intentando mantener a raya mis dedos para no escribirle un mensaje a Enrique; tanto como para preguntarle si él le había contado algo a alguien, como para decirle que quería continuar "con lo nuestro". Camila había sido la culpable de que no hubiera sucumbido hasta el momento y, aunque Fran no tenía una moral tan estricta e intachable como ella, también había insistido en que volver a depender de Enrique, era como volver a entregarle mi dignidad. Si es que acaso quedaba algo de ella.

—No importa que el negocio sea tuyo, si él es el que te da la plata para que puedas mantenerlo abierto, es como si fueras su novia mantenida... o peor, es como si él fuera tu jefe —me recordó Francisco.

Fran, como buen amigo, sabía bien dónde pegarme, sabía que era una orgullosa de mierda, y también estaba muy al tanto de lo importante que era para mí ser autosuficiente.

—Ni mantenida, ni empleada de nadie. Yo soy mi propia jefa —le repetí mientras inflaba mi pecho—. Lo que tengo con Enrique es una relación...

—De conveniencia mutua —terminó mi frase que se sabía de memoria y luego soltó una carcajada.

—¿Qué? —pregunté haciéndome un poco la tonta—. Para mí es un negocio. Yo le doy sexo, él me da plata. Fin de la historia.

Él enarcó las cejas y sonrió con sarcasmo.

—Admiro tu determinación, Mel, de verdad, porque se nota que a esta altura ni siquiera te importa que el tipo está re enamorado de vos —apuntó.

—Antes que nada, fue él quien me propuso todo esto —le recordé—, así que no me quieras hacer sentir culpable de nada. Es cosa de él si se le confunden los tantos.

—Y todo sea por este bendito negocio —agregó mientras negaba con la cabeza.

Yo me encogí de hombros como una nena caprichosa y después seguí con lo mío. No tenía sentido meterme en una discusión con Fran sobre por qué era importante para mí todo esto, porque él, aunque me quería, no entendía todo lo que implicaba cerrar un negocio en el que había invertido casi toda mi herencia.

No se trataba de plata, se trataba de lo que esa plata significaba para mí.

Pero la realidad era que, aunque amaba la idea de ser mi propia jefa y tener mi propio negocio, atender en Casa Kühn cuando no tenía proyectos o remodelaciones en los que trabajar, era la muerte misma, sobre todo porque tampoco tenía demasiados clientes que me mantuvieran ocupada en el negocio. Y, a decir verdad, las visitas de Fran tampoco ayudaban demasiado.

—Ni siquiera que te paguen por sexo me parece tan terrible como que sigas empecinada en tener un negocio de decoración cuando en realidad deberías estar diciéndole a la gente qué comprar —repitió Francisco por millonésima vez—. Odio verte desperdiciar tu talento vendiendo chucherías. Somos diseñadores, no comerciantes.

—Es lo mismo —repliqué con tozudez, aunque no me lo creía—. Es una forma de predicar el buen gusto.

Fran soltó una carcajada cargada de burla, sarcasmo y un poco de arrogancia.

—Se te haga a un lado la boca, gringuita linda, porque te voy a hacer lavar la lengua con agua y jabón si seguís diciendo ese tipo de groserías. Además, la gente no busca buen gusto, busca seguir las tendencias... por eso te va como te va.

Puse los ojos en blanco, le devolví el mate y continué ordenando la vidriera de mi negocio.

Dos horas más tarde, me llegó un mensaje de Javier invitándome a tomar un café. Siempre me había dicho a mí misma que no era conveniente mezclar negocios con placer, y aunque Javier era uno de los clientes que mejor me caía, sabía que aceptar su invitación podía enviarle un mensaje erróneo.

Como aviones de papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora