Capítulo 28

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El alboroto por la broma tardó un tiempo en apaciguarse, pero luego ya muchos cayeron en el letargo post almuerzo y se olvidaron del asunto. Entonces, como si no fuera él el motivo por el cual todos se habían reunido ese día, a Valentino se le ocurrió llevarnos a mí y a Cami a conocer un salto que había en la propiedad. Yo protesté un poco, porque no quería que pensaran que me lo estaba robando, pero él insistió en que la mayoría prefería dormir la siesta y ni se iban a enterar que nos habíamos ido.

Nos alistamos para la aventura con trajes de baño, botellas de agua fría y zapatillas cómodas, y caminamos un poco alejándonos del casco de la estancia hasta adentrarnos en un sendero que se perdía en la vegetación.

Anduvimos a los tropezones por un camino apenas abierto entre la vegetación, y cuando llevábamos tan sólo unos minutos caminando, Santiago, uno de los amigos de Valentino, nos hizo parar de golpe.

Todos hicimos silencio y sentí que el corazón me empezó a latir muy rápido. Mi instinto de preservación me dijo que estuviera alerta porque seguro había algún depredador cerca... y de entre todos los presentes, la chica de ciudad que no puede caminar en la selva sin caerse, era, por lejos, la presa más fácil.

Pero entonces lo escuché.

Toc, toc, toc, toc, toc.

Y de nuevo, toc, toc, toc, toc, toc.

Santiago señaló algo entre la vegetación y tuve que agudizar mi vista para ver de qué se trataba. Al notar que a simple vista no había nada grande y feroz, volví a respirar tranquila, porque entonces supuse que no se trataba de ningún yaguareté o puma.

Y entonces lo vi.

Pequeño y colorido, tal como siempre lo había visto en las imágenes de los libros de aves que mi abuelo me mostraba cuando era niña.

—El carpintero arcoíris —murmuré sin poder ocultar mi alegría—. Melanerpes flavifrons.

Los chicos me miraron sin poder ocultar su sorpresa por el hecho de que yo, una citadina hecha y derecha, supiera el nombre científico de un ave de la selva.

Me sonreí con orgullo al tiempo que sentía que me ruborizaba.

—Da la casualidad que me llamo Melanie por este pájaro —comenté en un susurro, porque temía que, si levantaba la voz, el pájaro se volaría—. Si bien mi abuelo era carpintero, era aficionado a las aves, y como era bien gringo, decidió ponerle de nombre a su carpintería "Celeus", por el celeus flavescens.

—El carpintero compete amarillo. Ingenioso —comentó Santiago, que, como era biólogo y trabajaba en el Museo de Ornitología del pueblo, sabía de lo que hablaba.

Yo asentí.

—Y bueno, cuando mi mamá quedó embarazada de mí, él le pidió que me pusiera de nombre o Melanie, o Flavia, por el melanerpes flaviforns. Y bueno, supongo que a mí mamá le gustó la idea y me puso Melanie.

—Qué bueno, porque no tenés cara de Flavia, ni ahí —acotó Antonella.

Yo asentí, luego miré al pajarito que golpeaba el tronco, y que, segundos después, emprendió vuelo y se perdió de nuevo en la vegetación, dejándome con una sensación de nostalgia.

Mencionar a mi abuelo me hizo recordar el olor a aserrín de su taller, a sus manos ásperas, a sus ganas de transmitirme todo, a su paciencia, a su vocación. Era increíble cómo el paso de los años parecía no poder sanar la ausencia de ciertas personas, y como había dicho Valentino la noche que nos conocimos, "uno simplemente se acostumbra a extrañarlas".

A medida que seguimos caminando por el sendero Santiago nos siguió contando de los demás animalitos que se encontraban en el monte, y de otras cuestiones que tenían que ver con la preservación de la fauna y la flora de la selva paranaense. Aunque era interesante lo que nos contaba, el que pareció más interesado en el tema fue Valentino, que de pronto se enzarzó en una conversación seria con Santiago sobre la pérdida de espacios naturales y la falta de una política ambiental municipal en la que parecía estar muy interesado en involucrarse en el corto plazo.

Como aviones de papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora