Capítulo 30

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La mañana del domingo me levanté con mucha fiaca, pero después de desayunar, ya empecé a sentir un poco ese cosquilleo en la panza por la incertidumbre de lo que me esperaba para ese día. Cerca de las seis de la mañana saltamos dentro de la camioneta para emprender el viaje a la aventura. Donde sea que eso fuera.

Valentino fue el conductor designado para nuestro viaje, porque él conocía el camino y yo no tenía idea de a dónde íbamos, sólo que íbamos y volvíamos en el día. Lo pasamos a buscar a Pablo y Lucía, su hermana, por la casa de sus padres y nos juntamos en una YPF que estaba en las afueras del pueblo con las otras tres camionetas que conformaban el convoy de la expedición. Éramos un total de diecinueve, porque ni Antonella, ni el novio de Nati, Pedro, o Lena, incluso Mica, se habían querido perder de la aventura.

Pregunté un par de veces si alguien sabía a dónde íbamos o qué íbamos a hacer, pero nadie me dio una respuesta satisfactoria. No sé qué era lo que me esperaba encontrar, pero no podía ser tan malo si alguien como Nati, que decía odiar el barro, estaba dispuesta a hacerlo.

Así que, después que Rodri repartió un Handy walkie-talkie para cada vehículo y todos sincronizaron en la misma frecuencia, nos subimos a las camionetas y dejamos la estación de servicio para empezar nuestro pequeño viaje.

Pasamos al lado de plantaciones de yerba mate, té y muchas chacras, y después de una hora y media de viaje, Valentino anunció que estábamos llegando. Yo no tenía ni la más remota idea de dónde estábamos, pero pronto dejamos el asfalto y recorrimos como tres kilómetros por un camino de tierra hasta que vi que un arroyo cortaba nuestro paso.

Cuando me bajé y miré hacia el oeste, la vista me dejó boquiabierta: estábamos en lo alto de un salto, pero de un salto... altísimo, y como el terreno se hundía abruptamente, formaba casi de manera natural un mirador donde se podía apreciar la geografía ondulada de las sierras cubiertas por una vegetación exuberante de un verde intenso.

Al acercarme un poco más al borde de la cascada sentí un poco de vértigo, y por eso casi me caigo muerta cuando Valentino me dijo que habíamos ido ahí para bajar la pared de piedra haciendo rapel.

—Son sólo cincuenta metros —dijo Rodrigo muy casualmente.

Pero claro, él era licenciado en actividad física y deportes, y también algo adicto a la adrenalina, y había logrado combinar las dos cosas teniendo su propio negocio de turismo alternativo mezclado con algo de aventura, y se dedicaba a llevar por diferentes lugares de la provincia a personas que querían experimentar la salva de una manera un poco más adrenalínica.

Estaba claro que yo no era ese tipo de personas, pero el resto de los chicos, e incluso Cami, parecían muy entusiasmados con la propuesta.

Mientras Rodrigo le daba a Valentino y a Nano la clase orientativa de rigor sobre cómo no matarse en el intento, las chicas y yo bajamos hasta la base del salto y nos pusimos a sacar fotos y a hacer videos. Lena y su novio, Simón, que se dedicaban a la realización audiovisual, habían llevado todo un equipo para filmar toda nuestra aventura como Dios manda, y eso incluía un drone.

Valentino empezó a bajar por la pared sostenido nada más que por unas cuerdas, y aunque yo tenía miedo de sólo mirarlo, no pude sentir también un poco de adrenalina. Para mi decepción, Valentino hizo el descenso mucho más rápido de lo que me esperaba y pronto me encontré sonriéndole al pie de la cascada.

—Pensé que este iba a ser el final de lo nuestro, pero parece que no —bromeé.

—¿Qué? ¿pensaste que te ibas a librar de mí así tan fácilmente? Si querías deshacerte de mí, lo que tenías que hacer era empujarme desde ahí arriba antes de que me pusieran las cuerdas.

Como aviones de papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora