Capítulo 33

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Álvaro Beltrán.

El reloj de arena en mi escritorio, encoge a la mujer que se encuentra sentada frente a mí. Su mirada demuestra un temor inefable. Juguetea con su cabello, mientras sus dedos pálidos tiemblan, de nervios.

Me gusta observar. Ver cómo las personas reflejan el pavor en sus gestos corporales.

Ella no me mira, hace todo lo posible por desviar la mirada al ventanal o cualquier otro lugar del despacho.

Mi paciencia se agota con cada minuto qué pasa. Ella se niega a decir una palabra y ya mi mente comienza a crear escenarios donde la echo de mi casa y la destierro de Europa.

Mentirosa de mierda.

Quisiera detallarla más, pero ella no me mira. Solo puedo verla de perfil, sus hombros encogidos y la pequeña nariz, roja por el frío del lugar.

Sus labios ligeramente abiertos, los ojos caídos de miedo y el pestañeo incesante.

Una mujer hermosa.

Aún con los ojos café oscuros y el cabello rubio, que no le pertenece, puedo apreciar los rasgos de su rostro fino y delicado.

Idéntica a mi hija.

No trae gafas como lo hacía aquel día.

Está sin maquillaje y solo un ligero gloss rosa cubriendo sus pálidos labios.

Pueden ocultarse de mí todo lo que quieran, pero no pueden mentirme, y cuando sospecho algo, cabo hasta el fondo para encontrar mi objetivo.

Ángela, mi mujer, se encuentra en el sillón del despacho, un poco alejada, pero al pendiente de todo. Aunque no quiso quedarse aquí, le he insistido para que luego no hayan incidentes.

La única que está ajena a todo esto, es mi pequeña Chiara.

Viviana García —me burlo—. He de admitir que te escondiste muy bien.

Cierra los ojos, aún se niega a mirarme.

—Mírame —ordeno y obedece casi de inmediato.

—Álvaro —susurra, con el llanto atorado.

—Suelta tu puto cabello y mírame.

Lo hace.

Coloca sus manos sobre el escritorio y me mira fijamente.

—Quítate los lentes de contacto —ordeno de nuevo—. Quiero ver tus ojos.

Asiente y con sumo cuidado deshace todo impedimento al océano en sus ojos.

Vuelve a mirarme, apunto de llorar.

Los ojos azules profundos y eléctricos me hacen entrecerrar los míos.

—Si te hubiera conocido un poco más, tal vez habría sospechado que eras una maldita mentirosa —trato de mantener la calma, pero recordar todo lo que ha pasado mi hija por su ausencia, me hace decir las palabras más duras—. Una puta mentirosa de mierda. Egoísta.

—Álvaro. Yo... puedo explicarlo todo.

—Es lo qué harás, Verónica. Y luego te irás de la vida de Chiara. Mi hija.

—Nuestra.

—¿Nuestra? ¿Cuando estuviste para ella? Solo estuvo en tu vientre ocho meses y luego la abandonaste. Y, ¿sabes? No me arrepiento de tenerla. Tampoco de follarte aquella noche que, puedo recordar a detalle —sonrío—. Pero, dejó de ser tu hija hace mucho tiempo y no tienes derecho de reclamarla como tuya.

Una lágrima se desliza por su mejilla.

—Lo siento —musita.

¿Lo siento?

Más allá de una caricia Donde viven las historias. Descúbrelo ahora