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—Coral, ¡espera!

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—Coral, ¡espera!

Llevamos cinco minutos intentando alcanzarla, pero es imposible: con esas piernas tan largas, una zancada suya es casi como tres nuestras. Sí, lo sé, estoy exagerando, aunque mi corazón latiendo acelerado no opina lo mismo. 

Os pongo en situación: esta mañana hemos estado haciendo un taller con los acampados, en el que hemos montado y pintado unas casas de madera para que los pájaros puedan anidar en la zona y no rompan con la armonía del bosque. Es una manualidad muy sencilla, sobre todo para los más mayores, pero ha servido de relajación después del día tan movido que tuvimos ayer con el baile. Por la tarde la actividad sería dar una vuelta por los alrededores del campamento buscando un sitio para colocarlos, así también descubrirían el lugar de una forma más tranquila. 

El problema ha empezado cuando dos de las chicas del grupo de Coral, que tienen unos dulces once años, han empezado a discutir y nuestra amiga ha perdido los nervios, dejando a su grupo descolocado mientras huía dirección al bosque. Virginia nos ha hecho una señal que hemos interpretado como que se quedaba ella con sus niñas y nosotras hemos salido corriendo detrás de nuestra amiga.

—¡No vamos a dejar de perseguirte! —grita Mariela con energía—. ¡Aunque tengamos que estar hasta la noche y vengan los espíritus de los campistas que murieron a por nuestras almas!

Parece que surte efecto, pues Coral se para y empieza a dar vueltas sobre sí misma hasta que decide que una gran piedra que está cerca de ella es el mejor sitio para sentarse. Coloca sus manos en la cara y desde mi posición puedo ver que está llorando. Aceleramos un poco el paso hasta que llegamos a su lado.

—¿Qué te ha pasado, cielo? —dice Mariela mientras se sienta a su lado—. Llevas unos días muy rara. Queríamos hablar esta noche contigo, pero esta escapada ha acelerado las cosas.

—No quiero hablar de ello —contesta entre sollozos.

Me siento al otro lado de Coral, quedando ella en medio de nosotras. Pasamos los brazos por encima de ella, intentando reconfortarla. Sus hipidos y lágrimas continúan durante un buen tiempo en el que estamos en silencio, dejando que se desahogue. Llega un momento en el que parece que se ha calmado y decido actuar.

—Coral, somos tus amigas. Si no quieres contarnos qué te pasa está bien, pero a lo mejor podemos ayudarte. 

—Mis padres se van a separar.

Su confesión cae entre nosotras como un jarro de agua fría. Siempre he pensado que los padres de Coral eran el claro ejemplo de lo que querría ser cuando encontrase a mi alma gemela: se divertían juntos, salían de fiesta, hacían viajes todos los años y cuando íbamos a su casa siempre tenían un aura empalagosa que avergonzaba a su hija, pero a mí me parecía adorable. Siento una pequeña punzada en el pecho, los conozco de toda la vida y no puedo creer que no vayan a estar juntos.

Como el primer veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora