Acto I: Capítulo 3

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Cuando Elise se despertó, Jean ya se había ido de casa. Por la hora, asumió que se había marchado a Las Oficinas. La sede de los Ladrones solo comenzaba a funcionar alrededor de las once y media en un día común; en un domingo como aquel, solo después de las una. Aún era demasiado temprano para que se hubiera ido allá.

Con un molesto dolor de cabeza, caminó hacia el baño y se arregló un poco la apariencia, peinándose el cabello, lavándose la cara. A terminar, bajó a la cocina y desayunó junto a las empleadas de la casa, entreteniendo una conversación casual mientras comía. Media hora más tarde, regresó a su habitación, y tomando coraje para enfrentar el largo día que la aguardaba, abrió su armario. Al ver su colección de vestidos, hizo una mueca de descontento. Eran hermosos, sin duda, pero demasiado complejos de vestir en su enfermizo estado. Además —tomando en cuenta el tipo de lugar al que visitaría— necesitaría llevar algo más práctico, de material resistente, que le diera mayor movilidad.

Sabiendo que Jean no se incomodaría en lo más mínimo si tomaba prestada algunas de sus ropas, caminó hacia sus aposentos. De su ropero, retiró una camisa blanca común, un pantalón oscuro y unos tirantes negros. Añadió a su vestuario sus fieles botas de cuero, que la acompañaban a más de una década, y su gabán de lana —un abrigo que había recibido como regalo de partida de las Asesinas—. Se agarró el cabello en un moño y lo cubrió con un sombrero de campo sureño, de copa redonda, aplastada.

Antes de salir de la casa, agarró el revólver de Marcus —que aún se hallaba tirado en la sala, desde la noche anterior— y una de sus navajas personales. Con el arma escondida en su pantalón, y el cuchillo en sus calcetines, caminó hacia la calle, bajando la ladera del vecindario a paso rápido.

Siguió descendiendo la acera hasta llegar a Rue Saint-Michel, donde aguardó el paso del tranvía con impaciencia. Al subir, se sentó en la parte más alejada del conductor, en la cola del vagón, sabiendo que ahí nadie la molestaría o le hablaría en lo absoluto. Mientras veía el paso de las calles, de los edificios y de los vehículos cercanos, se dispuso a pensar sobre su vida, para pasar el tiempo.

Comparar su "yo" del pasado con el del presente siempre le resultaba fascinante. Años atrás, jamás se hubiera imaginado las aventuras y los infortunios a los que hasta ahora había sobrevivido. Un matrimonio, una separación, un parto, la mentira de su supuesta muerte, tres años de prisión, cuatro viviendo en las calles, una década de servicio a las Asesinas, e incontables días luchando por la vida de Jean, protegiéndolo a él y al resto de su familia desde las sombras. Su historia era larga y dolorosa. Sus pecados, abominables en varios aspectos. Pero si algo todas aquellas adversidades le habían enseñado, era el real valor de la empatía. El principal valor que ahora la motivaba a descenderse del tranvía, cruzar a pie calles, callejones, pasadizos, y entrar desapercibida a la monumental sede de la Hermandad de los Ladrones.

Las palabras intercambiadas con Jean ayer por la noche le habían llegado al corazón. El horror que se asomó en sus ojos, le era familiar. Lo había visto en sus propios iris, años atrás, al mirarse espejo. Él podía creer que las cadenas que lo retenían a su pasado eran pesadas, inquebrantables, pero ella también las había cargado, y había logrado escapar. Por lo mismo, no quería que continuara sufriendo bajo su aplastante peso, que continuara sintiéndose solo e incomprendido. La única manera que había encontrado de auxiliarlo, requeriría que primero entendiera cuán grave había sido su calvario. Necesitaba contexto, y sabía que él no le entregaría ninguna información consistente —al menos no de buena gana—. Así que decidió visitar a la única persona que podría ayudarla a entender sus miedos más profundos.

—Buenos días Eric.

El muchacho dio un salto al escuchar su voz. Su incómoda posición sobre el escritorio donde se apoyaba, su rostro hinchado, ojos hundidos y labios resecos indicaban lo obvio: se había quedado dormido mientras trabajaba. Incluso, en una de sus manos, aún sujetaba un lápiz.

Traición y Justicia: RevelacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora