Acto II: Capítulo 33

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—¿Sabes quién acabó de ser torturado en las mazmorras?... Tu tortolito —comentó Aurelio, al entrar a la tenebrosa celda de su hija—. Aún se niega en aceptar sus cargos. No logra admitir que te mató.

—Porque no lo hizo —Elise respondió con obviedad—. No admitirá la culpa de un crimen que no cometió...

—No lo sé... Por la manera en la que grita, creo que en algún punto sí lo hará.

Ella intentó levantarse y atacarlo, pero su agotamiento físico no la permitió ser tan rápida y fuerte como quería. Se cayó de vuelta al suelo con un gruñido furioso.

—¡¿Por qué le haces esto?!... ¡¿Por qué no lo dejas ir?!

Aurelio soltó una risa corta, divirtiéndose con su patético estado físico, y se agachó.

—Porque él se negó en ayudarme con mi plan —a seguir, la agarró por la tela de su camisa y jaló hacia arriba, como si nada pesara—. Te tengo una sorpresa: ya no estarás más encerrada aquí. Logré transferirte de celda, a un lugar más... "agradable" que este... Y menos húmedo.

—¿Y mi hijo? — ella preguntó con desespero.

—Seguirás viéndolo todos los días, no te preocupes por él... Yo nunca tendré la paciencia para cuidar a ese mocoso —su padre le dijo, poco antes de que sus guardias entraran a la habitación—. Lo único malo de tu reubicación es que, como no quiero que le vendas información a los otros prisioneros, tendré que mantenerte callada por un laaargo tiempo...

—¿A qué te refieres con eso?

—Estás a punto de averiguarlo. Chicos, adelante...

En un pestañeo, los fuertes oficiales la inmovilizaron. Aurelio aprovechó la oportunidad para cubrir la boca y el rostro de Elise con una mordaza de metal – de diseño similar al de las máscaras de hierro coloniales, usadas para intimidar y silenciar a miles de esclavos-, a la que él cerró con un candado, guardando la llave en su bolsillo. Elise intentó gritarle, indagarle qué diablos le había hecho, pero el único ruido que logró salir del metal fue un despreciable gruñido de horror.

—¿Cómoda? —él volvió a reírse—. Eso espero.

La empresaria fue entonces arrastrada por el pasillo, aún sin saber hacia dónde la estaban llevando, o por qué. El grupo caminó por varios minutos, perdiéndose en el laberinto de túneles que conectaban la prisión. Hasta que de pronto, los guardias y su padre se detuvieron al final de uno de estos largos corredores. Elise intentó soltarse de su agarre una última vez, pero fue inútil. No la dejarían irse jamás.

—Aquí es —Aurelio murmuró, abriendo la puerta de su nueva alcoba.

La habitación era pequeña, pero no tanto como la anterior. Las paredes eran de madera, el suelo de piedra. Manchas enverdecidas cubrían las baldosas a sus pies, especialmente las más cercanas a la diminuta ventana a su derecha.  Entre los barrotes, la brisa fría del mar de diamantes se deslizaba, trayendo consigo un fuerte olor a pescado, sal, y algas. A la izquierda, Elise vio una pequeña cama de paja y tela, envejecida por los años, desocupada a Dios sabría cuánto tiempo. A su derecha, una cubeta a la que tendría que usar como baño.

—Espero que disfrutes de tu nueva habitación, cariño —el gordo de su padre la empujó adentro y cerró la puerta, dejándola reconocer sus alrededores por sí sola.

Ni siquiera diez minutos pasaron, hasta que el imperante silencio del local fuera interrumpido:

—¡Maldita sea mi vida, joder! —escuchó a alguien gritar con sorprendente claridad, y se sobresaltó.

No había nadie más allí. Estaba sola. El dueño de dicha voz debía ser entonces, el prisionero de la habitación adjunta. Ella hasta intentó saludarlo, pero rápidamente se acordó de que no podía. Llevó sus manos a la máscara que la aprisionaba, y trató de removerla con todas sus fuerzas. Sus intentos fueron en vano, sim embargo. Era imposible quitársela sin la llave. Enojada, emitió otro gruñido feroz, alto lo suficiente como para llamar la atención del desconocido.

Traición y Justicia: RevelacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora