Acto II: Capítulo 8

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Carcosa, 16 de mayo de 1888.

—Claude... traigo pésimas noticias —Jean entró a su despacho sin ceremonias.

—Buenos días...  —él respondió con sarcasmo, ya embriagado—. ¿Qué malas noticias me puedes dar después de esto? —apuntó a un ejemplar del Times que estaba encima de la mesa, donde una imagen en semitono lo capturaba a él y a Martha, besándose en público—. Estoy a punto de ser despedido de mi cargo, mi esposa se fue de casa y mi secretaria acaba de renunciar... Creo que mi vida no puede ponerse peor.

—¿Puedes por lo menos admitir que fue tu culpa?

—Yo no hice nada...

—Basta —lo interrumpió, molesto—. Tus mentiras ya no sirven conmigo. Te creí en un inicio porque eres mi hermano y porque pensé que de verdad estabas sufriendo, pero después de todo esto... ya no puedo hacerlo —dejó claro, deprimiéndolo aún más—. Me engañaste una vez, no lo harás de nuevo.

—¿Para eso viniste aquí? —respondió, airado—. ¿Para humillarme? ¿Para cuestionarme? ¿Para tirarme piedras? ¡Yo no soy el culpado de todo esto!...

Jean se rio.

—No es lo que dice el periódico.

—¡ES LO QUE DIGO YO! —golpeó su mesa, frustrado.

—Tu palabra ya no vale nada, sinceramente —aquella respuesta fue como una bofetada para Claude. Se apoyó en el respaldo de su silla y lo encaró con una expresión desilusionada. Pero su hermano siguió hablando:— La verdad es que esto... —apuntó a su licorera—, te está arruinando. Todas las pésimas decisiones que has tomado hasta ahora son fruto de una borrachera.

—¿Y acaso tú no bebes?

—Hasta hace poco, sí. Y después de haberte visto con Elise en el Colonial, lo hice en exceso, no lo negaré... pero confieso que embriagarme nunca me llevó a ningún lado. Solo a vomitar como si no hubiera un mañana y a perder mi coordinación y mi destreza, lo que fue pésimo para mi carrera... así que paré. Además, una amiga me pidió que dejara de hacerlo. Ahí supe que tenía que parar —se recordó de una conversación que tuvo con Lilian, a apenas algunos días atrás—. Y por eso tiré todo mi licor a la basura. Deberías hacer lo mismo.

—¿Me quieres decir que ahora no bebes en lo absoluto? ¿Qué más? ¿Te uniste al Movimiento por la Templanza*?

Jean hizo una mueca frustrada.

—No, no lo hice. Pero tal vez deberías considerarlo.

El ministro,  queriendo provocarlo, agarró el vaso a medio beber que descansaba sobre su escritorio y lo llevó a su boca, tragando una considerable cantidad de whiskey. El violinista, decidido a no perder su paciencia,  apenas giró los ojos y se sentó frente al mueble.

—¿Y? ¿A qué vienes? ¿Solo a juzgarme y acusarme de alcohólico? —sin decir una palabra, Jean sacó de su abrigo una carta y se la enseñó. Tenía un sello negro—. ¿Qué?... ¿Quién murió?

—Oh, todavía no ha muerto. Está agonizando, pero... aún no ha muerto.

Claude, al ver el blasón de su familia en el sobre, se preocupó. La ilustración era la de un león escarlata, de pie en sus patas traseras, sobre un escudo blanco. Dicho escudo era usado por sus padres en casos de extrema urgencia. Y como todos en su ciudad natal lo reconocían —ya que dicho león también figuraba en el centro de la bandera del Puerto de Levon—, su presencia garantizaba cierto "tratamiento privilegiado" por el sistema de correos. No existían demoras o extravíos, no cuando la correspondencia le pertenecía a la familia del Maréchal Chassier.

Traición y Justicia: RevelacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora