Capítulo 12

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Tras varias semanas en la aldea Arkadia, la construcción empezó a avanzar a pasos agigantados. Habíamos encontrado la forma de diseñar un sistema de alcantarillado provisional que funcionara hasta que recibiéramos ayuda de los zora. Porque me las había arreglado para convencer a Karud de que pidiera ayuda a los zora.

—Maldito muchacho —masculló una mañana en la sala común de la posada—. No sé cómo demonios he accedido a esto.

—Zelda dice que soy persuasivo —dije con una sonrisa de satisfacción.

Él puso los ojos en blanco.

—Oh, me lo imagino. —Sacó papel y tinta y los dejó sobre la mesa con un largo suspiro—. No sé cómo escribir una carta a los zora. ¿Tú lo has hecho alguna vez?

Me incliné sobre la mesa, pensativo, y luego tomé el papel y la pluma y empecé a escribir. Sabía que los zora no se creerían que Karud hubiera escrito aquello, aunque tampoco se creerían que lo hubiera escrito yo.

Le mostré la carta al cabo de unos instantes, y él la leyó en silencio con el ceño fruncido.

—Puedes enviarles la carta hoy —dije— o esperar al concilio y proponérselo allí. Es una buena opción. Se verían obligados a darte una respuesta de inmediato. También puedes hacer las dos cosas. Enviar la carta y luego proponerlo en el concilio. Así los irritarías un poco más.

Karud me mostró una sonrisa maliciosa y dejó la carta sobre la mesa.

—¿Dónde demonios has aprendido esas palabras de noble estirado? —Solté un bufido, y él cogió la pluma y firmó al final—. No voy a mentir. Me muero por hacerlos rabiar un poco.

Le devolví la sonrisa y leí la carta una última vez antes de doblarla y cerrarla.

—No digas eso en el concilio —le sugerí con una mueca.

—¿Por quién me tomas, chico? ¿Crees que soy idiota?

Me encogí de hombros mientras me ponía en pie para salir de la posada. Guardé la carta en la bolsa de viaje. Esperaría a que regresara el orni con la correspondencia. Debería llegar a mediodía. Sentí una pizca de anticipación, aunque me obligué a mantener la cabeza fría. Zelda no había respondido a ninguna de mis cartas desde que había llegado a la aldea Arkadia.

Me reprendí a mí mismo. No iba a pensar en ella. No ahora, cuando había tanto por hacer.

Busqué un trabajo que me hiciera sentir útil. Algo que incluyera golpear materiales. Karud me envió a cortar leña y, pese a que en el fondo lo odiaba, no emití una sola queja y acepté el hacha que me tendía. Crucé el camino que funcionaba como única entrada y salida de la aldea y llegué hasta un bosque cercano. Me arremangué hasta los codos y empecé a talar.

Quise concentrarme en el esfuerzo que suponía talar árboles, como sucedía cuando entrenaba con la espada. Sin embargo, en esa ocasión no tuve tanta suerte. Mis pensamientos regresaron a Zelda. Zelda, de la que no había tenido noticias desde hacía casi una luna. Tampoco sabía nada de los niños, ni de nuestra casa, ni del alcalde Rendell y la situación en Hatelia. Había intentado convencerme a mí mismo de que estaría ocupada, tal vez con los niños o tal vez preparándolo todo para el concilio.

Sin embargo, ella siempre sacaba tiempo para escribirme cuando estaba fuera. Así que no había tardado en llegar a las peores conclusiones. ¿Y si algo malo le había ocurrido con el alcalde? ¿Y si él le había hecho daño a ella o a los niños? ¿Y si sus malestares habían empeorado y estaba enferma por causas más graves de lo que había creído?

Luz dorada y espadas olvidadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora