Capítulo 18

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Me desperté con un sobresalto. Alcanzaba a oír un ruido. Repetitivo y rítmico. Tal vez fuera un monstruo. Los bokoblin normales, los más estúpidos de todos, gruñían de forma parecida. Casi parecían estar entonando una canción.

Me tragué un gruñido propio cuando intenté moverme. Podría haber jurado que algo crujió. Más de un hueso, de hecho. Llevaba mucho tiempo sin sentirme tan dolorido, y eso que estaba dolorido casi siempre.

Tuve que parpadear y entornar los ojos cuando me topé con una luz cegadora frente a mí. Al final caí en la cuenta de que no era en absoluto cegadora. Era solo una vela. ¿A quién demonios se le había ocurrido dejar una vela encendida en mitad de la noche? ¿Y quién sería tan idiota como para dormirse encima de una mesa?

Lo comprendí todo de golpe. Los ruidos que estaba escuchando provenían de la tormenta de nieve del exterior, que golpeaba la ventana. Ya no había monstruos y, ahora que prestaba atención, los ruidos de los copos de nieve al chocar con la ventana, acompañados del aullido del viento, distaban mucho de parecerse a los gruñidos de los bokoblin.

Aparté las notas que había estado revisando con Zelda. No recordaba haberme dormido, pero tampoco me sorprendía. Lo que sí recordaba era haberle suplicado en incontables ocasiones que dejáramos el resto del trabajo para el día siguiente, cuando la noche estaba bien entrada. Sin embargo, Zelda había hecho caso omiso, y una espalda magullada era el precio que tendría que pagar.

Ella no tenía mejor aspecto que yo, y ese fue mi único consuelo. Miraba en mi dirección, con el rostro medio enterrado en los brazos. Se había trenzado el pelo, aunque varios mechones rebeldes habían acabado desprendiéndose. Seguía teniendo los cálculos del maldito precio del heno frente a ella.

Todo estaba oscuro en el exterior. Tal vez fuera solo por la tormenta, aunque dudaba que fuera mucho más de medianoche. Teníamos velas nuevas, y la cera apenas se había consumido desde la última vez que me fijé en ellas.

—Zelda. —Sacudí su hombro, y ella no se inmutó. Volví a intentarlo, esa vez con más insistencia, y escuché un murmullo incomprensible que sonó parecido a una protesta—. Vamos, Zelda. No hagas que tenga que cargar contigo hasta la cama.

Cargaría con ella adonde fuese, pero no ahora. Porque, si lo hacía ahora, al día siguiente me sentiría aún más dolorido. Y estábamos solo a unos pocos pasos de la cama.

Ella abrió los ojos, por suerte, y dio un respingo. Parpadeó y contempló sus notas durante unos instantes. Luego empezó a entrar en pánico.

—Diosas Doradas —susurró, buscando algo a ciegas—. Oh, no puedo creer que tú y yo... —Maldijo en voz baja—. Tengo que...

—Tienes que irte a la cama —dije al tiempo que apartaba las notas de su alcance. Ella intentó arrebatármelas, pero sus movimientos eran torpes todavía—. Mañana tendrás todo el tiempo del mundo.

Se cruzó de brazos.

—Eso lo dices porque estoy embarazada. Si fuera por ti, me pasaría las próximas lunas en la cama.

—No digas tonterías. Siempre te he dicho que trabajas demasiado.

Arrugó la nariz. Por un momento temí que fuera a seguir poniendo objeciones, pero al final sus hombros se hundieron con aire derrotado. Me puse en pie, tragándome protestas de dolor, y le ofrecí una mano. Ella dejó escapar un largo suspiro, aunque acabó asintiendo y aceptando mi ayuda.

—Mañana pienso vengarme —masculló.

—Estoy temblando de miedo. 

Nos ocultamos bajo un montón de mantas, y me pegué a ella para que ambos entráramos en calor. Sus manos y sus pies estaban helados.

Luz dorada y espadas olvidadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora