Capítulo 22

552 44 16
                                    

LINK

Había olvidado lo mucho que odiaba los concilios. Se celebraban al menos cinco veces al año, tal vez seis o más si había asuntos importantes que tratar. Acudían gentes de todos los rincones de Hyrule. Solo las delegaciones podían estar presentes en las reuniones, pero todo el mundo podía acampar allí y pasear por los puestos de los comerciantes.

Aún recordaba los primeros concilios, hacía más de siete años. Pocos se habían molestado en acudir. Sin embargo, habían crecido con el tiempo, hasta convertirse en lo que eran ahora. Una multitud desordenada y ruidosa de la que no había escapatoria.

No me importaba el ruido. O eso había querido pensar. No obstante, si tenía que escuchar un solo cántico más de los mercaderes mi cabeza iba a sufrir las consecuencias.

Aquella mañana, había goron por todas partes. Habían llegado durante el día anterior, algunos en enormes carros metálicos. Parecían aparatosos. Otros habían aparecido por el camino rodando. Me pregunté cómo harían el viaje desde la Montaña de la Muerte hasta la otra punta de Hyrule tan deprisa.

Apreciaba a los goron. De veras lo hacía. Se esforzaban por hacer que Eldin fuera una región lo más agradable posible siempre que el concilio debía celebrarse allí. Sin embargo, sus voces retumbaban por todo el campamento, y si un goron se reía muy cerca, tenía la sensación de que la tierra temblaba bajo mis pies. Y no era difícil hacer reír a los goron.

Me alejé del campamento, muy a mi pesar, y me adentré en el mercado, que todavía estaba creciendo. Las gerudo ni siquiera habían llegado, y las gerudo eran la parte más interesante del comercio en los concilios.

Vi productos exóticos de todos los rincones del reino. Tenían frambuesas y durianes de Farone. Echaba en falta las zanahorias de Kakariko y las setas gélidas, y también las hierbas medicinales propias del desierto. Supuse que habría que esperar. El camino era largo, después de todo.

Dejé aquellos puestos atrás y me acerqué a los comerciantes que vendían ropas. Un orni de aspecto aburrido ofrecía tejidos que no tenían pinta de ser para el frío a juzgar por el grosor, pese a que su raza se especializaba en ello. Me detuve frente al puesto y, tras unos instantes de duda, carraspeé.

El orni alzó la vista con lentitud, aunque su expresión no cambió un ápice.

—Bienvenido a... Bueno, ya te lo imaginarás —murmuró—. ¿Puedo ayudarte en algo?

Pasé la mano por una casaca que se encontraba expuesta frente a mí. Sentí las suaves plumas orni bajo los dedos.

—Busco... túnicas.

—¿Túnicas?

—Túnicas grandes.

El orni alzó una ceja.

—Muy bien. ¿Buscas alguna en especial?

—Túnicas grandes —repetí. No se me escapó la mirada plana del comerciante, que debía de estar preguntándose si era idiota. Carraspeé y añadí—: Para una mujer.

Vi como sonreía. Las sonrisas de los orni daban escalofríos a veces. Algunas ni siquiera parecían sonrisas de verdad. Había acabado acostumbrándome con el paso de los años, por suerte, aunque de niño me habían aterrorizado.

—Eso suena mucho mejor. —Me mostró dos túnicas casi idénticas. Estaban adornadas con plumas orni, aunque no parecían muy cálidas—. Todas las mujeres hylianas de esta región están encantadas con estas de aquí. Empezamos a hacerlas hace poco.

Las examiné con atención. Hice una mueca al comprobar que serían demasiado estrechas para Zelda.

—Las necesito más grandes.

Luz dorada y espadas olvidadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora