Capítulo 32

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ZELDA

Decidí escuchar a mis hijos aquella noche. Escucharlos de verdad. Tenía la impresión de que llevaba meses sin escucharlos. Había permanecido ajena a lo que tanto miedo les daba, y no había sabido ayudarlos.

La voz de la razón me decía que no era culpa mía. Sin embargo, mi corazón no dejaba de gritar que había fracasado de nuevo. Que ni siquiera conocía a mis propios hijos.

Arwyn miró a Artyb con horror cuando él confirmó lo que ella, al parecer, había estado sospechando.

—No podías contarlo —susurró en voz diminuta—. Van a... a...

No merecía que mis hijos se preocuparan por mi seguridad. No cuando eran diminutos, estaban indefensos y yo no había podido protegerlos.

Puse un dedo sobre sus labios para hacerla callar, con toda la delicadeza del mundo. Luego la envolví entre mis brazos, y ella se escondió en mi pecho, como si fuera un bebé de nuevo.

—Estás a salvo, Wynnie —le aseguré—. No va a pasarnos nada. A ninguno. Ya no volverán a hacer daño a nadie.

Sentí el poder burbujeando bajo la piel. Había permanecido ociosa demasiado tiempo, ignorando el verdadero peligro. Si alguien intentaba herir a mi familia de nuevo, no dudaría en utilizar el poder de las deidades para defenderme. No me importaban en absoluto las consecuencias ni las acusaciones de brujería. Mientras mis hijos estuvieran a salvo, yo sería feliz.

Link apoyó la mejilla sobre la coronilla de Arwyn. Era su manera silenciosa de apoyar mis palabras. Artyb se había hecho un ovillo junto a su costado.

Estaba más callado que de costumbre. Intentaba aparentar tranquilidad, pero yo podía ver más allá de eso. Sus manos temblaban. Tenía la mandíbula encajada y su mirada se perdía cada pocos instantes, como si su cabeza estuviera en otro sitio.

Ya había corrido demasiados riesgos yendo a descargar su ira sobre aquel hombre una vez. Lo ataría a la columna exterior de los establos o incluso al tronco de uno de sus manzanos si se le ocurría intentarlo de nuevo.

—¿Wynnie? —susurré yo al cabo de un rato—. ¿Fue así como despertó tu poder? ¿Sucedió aquel día?

Ella permaneció inmóvil por unos momentos y luego se encogió de hombros.

—Siempre puedo curar —respondió—. El día del hombre malo... —Se estremeció—. Había mucha luz, mamá.

No supe cómo interpretar sus palabras. Sabía de antepasadas en mi familia que habían recibido visiones en sueños desde la infancia. Otras habían podido comunicarse con los espíritus desde muy temprana edad. ¿Por qué no iba Arwyn a poseer una capacidad innata para curar? Tal vez el poder sagrado, el que desterraba el Mal, había tardado más en surgir de ella.

Diosas Doradas... Estaba convencida de que moriría sin conocer lo más mínimo de la maldición que corría por mi sangre. No importaba cuánto investigara ni cuántas conclusiones obtuviera. Cada dato nuevo hacía que mi frágil comprensión del poder sagrado se derrumbara. Había pasado un siglo entero envuelta en él, como si fuera una segunda piel, y aun así, en ocasiones lo sentía todavía como una energía extraña que me recorría cuando me alteraba demasiado.

Al final, lo único que podía sacar en claro era la inestabilidad de las habilidades divinas en mi familia. Todas mis antepasadas podían sellar el Mal, sí, pero había mucho más que eso. Y no parecía haber una norma que debiera cumplirse a rajatabla.

—Lo siento —dije entonces, abrazándolos a ambos con fuerza. Solo entonces me di cuenta de que una lágrima solitaria corría por mi mejilla. Ni siquiera podía sollozar—. Siento no haberos protegido. Y por no haberme preocupado lo suficiente por tus pesadillas, Artty. No tendría que haberos dejado solos ese día, ni ningún otro día. —Cerré los ojos, incapaz de mirar sus rostros diminutos, tan parecidos al mío y al de Link—. Siento haber fallado.

Luz dorada y espadas olvidadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora