Capítulo 28

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LINK

Sentí un dolor agudo en la mejilla, repentino como un relámpago. Abrí los ojos de golpe, y lo primero que vi fue a Zelda, que me miraba con horror en el gesto. Sus ojos estaban llenos de terror. Estábamos medio sumidos en la penumbra, salvo por una vela que se encontraba sobre la hierba. Podía oler la brisa húmeda. Estábamos en el jardín. ¿Qué demonios hacía ella en el jardín cuando apenas estaba amaneciendo?

Iba a preguntárselo, pero entonces Zelda se acercó un poco más, y me quedé muy quieto bajo su escrutinio, aunque mis pensamientos se tornaban cada vez más confusos. No sabía qué hacíamos ella y yo en el jardín a aquellas horas. De hecho, al pensarlo mejor, caí en la cuenta de que ni siquiera recordaba cómo habíamos llegado allí.

Nada bueno.

Tal vez me había dado un golpe en la cabeza y por eso no recordaba. Sentí una punzada de terror propio al imaginar la posibilidad de haber perdido la memoria de los últimos años. Otra vez. Pero eso debía de ser imposible. Lo último que recordaba era irme a la cama con Zelda, después de la visita del alcalde. Acababa de tomarme otro té que Zelda había preparado. Me había ayudado con el dolor en los músculos.

Forcé un poco más la memoria, ignorando las protestas de mi cabeza. Odiaba aquella sensación. Sin embargo, conseguí recordar, por una vez.

Recordaba haberme despertado en medio de la noche. Había escuchado ruidos escaleras abajo. Susurros. Y luego...

Mi mirada se detuvo en la espada que descansaba sobre la hierba, horriblemente cerca de donde yo estaba.

—Mierda —susurré. De repente hacía mucho frío, incluso peor que el de Hebra. No, aquel frío era el que se te metía en los huesos y te atenazaba el corazón hasta que no podías respirar.

Zelda dejó escapar un sonido extraño y me envolvió en un abrazo. Mi cabeza no lo agradeció en absoluto, pero el resto de mí sí lo hizo. No podía haber hecho nada malo si ella todavía podía abrazarme, ¿verdad?

Llevaba el camisón de dormir. Aun sin separarme de ella, busqué manchas rojas en la seda blanca. No encontré ninguna, pero a pesar de ello no pude dejar de buscar hasta que ella me tomó por los hombros y me detuvo con firmeza.

No dejó de mirarme a los ojos. Me pregunté si ella también estaría buscando heridas en los míos. Encontraría plenitud de ellas, de eso estaba seguro. Al menos supuse que no tenía miedo de mí.

—Estoy bien, Link  —me aseguró, y supe que no mentía—. Nadie me ha hecho daño.

Guio mis manos hasta su vientre. Pude sentir los movimientos de nuestro hijo bajo mis manos. Pero de pronto era como si su piel ardiera, así que me aparté a toda prisa.

—¿Qué he hecho? —quise saber en voz baja.

Intenté sentarme más erguido contra la pared exterior de nuestra casa, pero sentía los músculos agotados, como si llevara semanas caminando sin parar. Ya ni siquiera dolía.

—Tú no has hecho nada, ¿me oyes? —respondió ella con sorprendente firmeza—. Ese no eras tú. Lo supe desde el principio.

Quise creerla con todas mis fuerzas. Pero no podría hasta que la escuchara explicar lo que había ocurrido en realidad.

—¿Qué he hecho, Zelda? —repetí, y no pude ocultar el temblor en la voz.

A ella se le escapó un suspiro pesado. Se sentó a mi lado, contra la pared de la casa. Su brazo rozó el mío, y contuve el impulso de apartarme. Ella no se dio cuenta, por suerte, y si lo hizo lo disimuló de forma excepcional.

Luz dorada y espadas olvidadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora