Capítulo 6

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Pay nos miraba con sorpresa cuando acabamos de contarle lo sucedido. En realidad, solo Zelda se lo había contado y yo había hecho gestos de asentimiento, pero seguía siendo asunto de ambos.

Cuando Zelda se acercaba al final, no pude evitar desviar la mirada para ocultar la vergüenza. No debería haber perdido los estribos de aquella manera. Sin embargo, el bastardo agotaba mi paciencia con más facilidad que cualquier otro hyliano con el que me hubiera cruzado jamás. Y aún seguía convencido de que se merecía un puñetazo, pese a todo. Tal vez así aprendiera a cerrar la boca.

Seguro que la voz ya se había corrido en Hatelia. Odiaba las miradas y los susurros; aunque ya no cargara con el peso de un reino sobre los hombros, seguía teniendo un deber que cumplir. Y golpear al líder hyliano, que estaba por encima de mí en la jerarquía, no era forma de cumplir con mi deber.

Observé a los niños, que comían junto a Prunia. Arwyn lo devoraba todo con entusiasmo. Zelda decía que había salido a mí en aquel aspecto. Artyb tenía una mueca de disgusto en el rostro.

—Artyb —lo llamé en un susurro. Él alzó la cabeza—, tienes que comer algo.

—Estoy comiendo.

—No pienso ir a buscar una cacerola cuando te despiertes después de medianoche porque tienes hambre —le advertí.

—Yo no hago eso —murmuró él.

—Claro que no —bufé yo.

Él arrugó la nariz, aunque su rostro se iluminó cuando Arwyn dejó zanahorias sobre su plato, acompañadas de una diminuta bola de arroz. Eran muy comunes en Kakariko. Arwyn tenía la costumbre de ayudar a su hermano dándole lo que más le gustara de la comida para que no se quedara con hambre. Lo hacían de forma mecánica, como si estuvieran coordinados. Luego Arwyn se comía lo que le hubiera sobrado a él. Zelda tenía razón cuando decía que en aquel aspecto ella se parecía más a mí. Pocas cosas eran mejores que tener el estómago lleno.

—Al menos inténtalo, Artyb —insistí en voz baja.

Él suspiró, aunque vi como probaba algo de sopa de calabaza. Comprobé, satisfecho, que daba más sorbitos. Tenía el ceño fruncido, pero en el fondo solo intentaba ocultar que empezaba a gustarle.

Sonreí y miré a Zelda. Ella no parecía haberse dado cuenta de nada. Estaba enfrascada en la conversación con Pay. Me reprendí a mí mismo por no prestar atención; aquel asunto me incumbía a mí también, y ni siquiera podía dignarme a escuchar. Los zora dirían algo parecido si pudieran verme.

Diosas, Zelda tenía razón, de nuevo. Estaba haciéndome viejo.

—... hemos decidido pasar aquí unas semanas —decía Zelda—. No será mucho tiempo. Solo el necesario para que todo el mundo se olvide de lo ocurrido. Espero que no suponga ningún problema.

Pay carraspeó. Ya no titubeaba tanto, pero carraspeaba casi siempre que iba a hablar. Supuse que era mejor que tartamudear con nerviosismo.

—Tenéis la hospitalidad de Kakariko —dijo con una pequeña sonrisa, mirándonos a ambos—. Tenemos una deuda con vosotros. Una que... que no podremos saldar jamás. Todo lo que pidáis será...

—Pay —la interrumpió Zelda con suavidad—, somos amigos. No hagas esto por una deuda estúpida o por obligación. Puedes negarte a ayudarnos si estáis muy ocupados aquí.

Ella suspiró y miró a su alrededor. No había cambiado mucho. Supuse que aquella habitación no cambiaría jamás. Los sheikah tenían tradiciones extrañas, y no les gustaba olvidar el pasado.

Luz dorada y espadas olvidadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora