Capítulo 35

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ZELDA

Las advertencias de Prunia resonaban en mi cabeza mientras me abría paso hasta la cima de la montaña.

—Hace demasiado frío ahí arriba. Te congelarías. ¿Tienes ropa de abrigo siquiera?

—Claro que tengo —había contestado yo mientras metía unas pocas pertenencias en mi bolsa de viaje. Había buscado mi arco por todas partes, en vano. Link debía de habérselo llevado antes de partir—. He viajado a Hebra varias veces, Prunia. Sé lo que es el frío de verdad.

Prunia me había mirado con gesto grave. Algo inusual en ella. Supe al instante que todo estaba yendo terriblemente mal. De lo contrario, Prunia no habría perdido la sonrisa.

—Vas a enfermar ahí arriba —insistía ella mientras yo iba escaleras abajo de nuevo—. Es peligroso, Zelda. Y en tu estado...

—Sé muy bien cuál es mi estado —mascullé mientras me ponía las botas con esfuerzo. Parpadeé para tragarme las lágrimas. Ni siquiera podía hacer algo tan simple como aquello sin ayuda. Apreté los puños y seguí intentándolo—. No tienes que recordármelo.

—Yo no estoy tan segura —replicó Prunia. No la había visto verdaderamente enfadada muchas veces, pero por su tono agitado deduje que no iba a librarme en aquella ocasión—. ¿Por qué te empeñas en cometer temeridades como esta? Diosas Doradas, estás a punto de dar a luz a tu hijo, Zelda. ¿Es que no lo ves?

Me puse en pie y me volví hacia ella con brusquedad.

—Por supuesto que lo veo. ¿Crees que quiero hacer esto? Sé muy bien que debería quedarme aquí hasta que Link vuelva.

—¿Entonces por qué...?

—Porque soy la única que puede hacerlo, Prunia —había dicho yo. No solía alzar la voz alrededor de Prunia, y me había arrepentido al instante. Sin embargo, no me disculpé—. Ella me habló. Tú nunca lo entenderás, pero me habló, maldita sea. Dijo que encontraría respuestas ahí arriba. Y eso es lo que voy a hacer.

Prunia se mantuvo unos instantes en silencio. Incluso horas después, era capaz de recordar su gesto herido. Ni siquiera había parecido enfadada conmigo.

—¿Por qué no esperas a que todo se calme?

Suspiré, frustrada, y recogí mi bolsa.

—Tampoco lo entenderías.

Prunia se había limitado a asentir en silencio. Me despedí de Arwyn y crucé el umbral de salida. No me detuve a mirar demasiado a mi hija. Si lo hacía, tendría dudas, y si tenía dudas no tardaría en dar media vuelta y regresar a casa. Me pregunté entonces si Link se sentiría de la misma forma cuando partía de viaje.

Al final, había entrado en razón. Antes de marcharme, miré a Prunia, que se había quedado unos pasos por detrás, en el jardín.

—¿No quieres que te acompañe? —me había preguntado.

—No. Cuida de ella.

—Oh, Diosas Doradas —susurró Prunia—, Link va a matarme.

No pude encontrar fuerzas para sonreír.

Así que allí estaba ahora, contemplando la cima del Monte Lanayru. No estaba nevando, por suerte, aunque la luz del sol empezaba a derretir la nieve y la escarcha. El suelo estaba resbaladizo, y había tropezado en más de una ocasión. Por algún milagro del destino, sin embargo, no había llegado a caer. Todavía, al menos.

En lo más profundo de mi corazón, sabía que aquello era una locura. Estaba a punto de dar a luz; sentía cada músculo del cuerpo pesado como una roca y percibía los movimientos del bebé cada pocos instantes, como si quisiera recordarme que seguía allí. Que lo que estaba haciendo era señal de que había perdido por completo la cordura.

Luz dorada y espadas olvidadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora