Capítulo 29

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ZELDA

Estaba colgando más banderas cuando me topé frente a frente con la efigie de la Diosa Hylia que descansaba en Hatelia.

Hasta aquel momento, el día había transcurrido sin ningún incidente. Yo me sentía mejor que de costumbre, y por eso había decidido salir de casa para ayudar con los últimos preparativos para el festival, que comenzaría al día siguiente. Me sentía de maravilla. De veras. Salvo por el nudo que se retorcía en mi estómago y que no tenía nada que ver con mi hijo.

Llevaba tiempo sin ver la efigie de Hylia. Tanto que no había esperado fijarme en ella de nuevo aquel mismo día. Mis pies se detuvieron en seco, aunque la multitud no parecía reparar en mí.

Tras unos instantes de duda, me agaché para recoger la cesta con banderas y seguir mi camino. Sin embargo, mis pies seguían teniendo un plan muy distinto.

Me llevaron hasta la estatua, que aún tenía aquel rostro terrible y bondadoso esculpido en piedra, junto con la misma sonrisa que tan a menudo aparecía en mis pesadillas. Dejé las banderas sobre la hierba de nuevo, pero no moví un dedo después de eso.

El poder susurraba bajo mi piel, pero hice caso omiso. La vieja costumbre me gritaba que debía arrodillarme. Rendir respeto ante la Diosa Hylia para que me concediera la ayuda que tanto necesitaba. Tal vez por eso no me escuchaba. Tal vez ser tan insolente me volvía indigna de recibir el...

Cerré los ojos y sacudí la cabeza. Era difícil aferrarse al presente cuando Link no estaba cerca. Sin embargo, los movimientos de mi hijo en mi vientre me recordaban que la época en que debía arrodillarme ante Hylia hasta que todo mi cuerpo se entumecía había quedado muy, muy atrás.

Me concentré en el bullicio de la aldea a mi espalda. En las antiguas fuentes sagradas nunca había ruido. Salvo el de mi propia respiración y el castañeteo de los dientes cuando el frío empezaba a hacer mella.

Miré la efigie de nuevo. El impulso de arrodillarme creció de pronto, pero lo ignoré. No iba a arrodillarme frente a un montón de piedra tallada.

—Todavía te odio —susurré, sabiendo que me oiría—. Espero que lo sepas. No sé si algún día podré perdonarte.

Algo se retorció en mi pecho cuando pronuncié las palabras. Una parte de mí se horrorizó ante lo que acababa de decir, pero sabía que esa no era yo de verdad. Era solo el poder sagrado. La parte de mí que seguía siendo poderosa.

—Te pediría protección —proseguí con voz temblorosa—, pero ni siquiera puedes protegerme de ti misma o del destino. ¿Por qué te horroriza tanto la idea de que lleve una vida sencilla?

Me encontré a mí misma con el puño cerrado sobre la superficie de la efigie. Ni siquiera me había dado cuenta de que me había acercado más. Abrí el puño con un suspiro de derrota y dejé la palma sobre la fría piedra.

Mi estómago dio un vuelco repentino y, cuando miré al suelo, descubrí que ya no había hierba bajo mis pies. No había nada. Solo un manto blanco que podía parecer una nube, pero era muy poco espeso para saberlo con certeza.

—Vives una vida sencilla —susurró una voz que me produjo escalofríos, al tiempo que una extraña sensación reconfortante, como el abrazo de una madre.

Pronto, sin embargo, tuve claro que la figura borrosa que flotaba frente a mí, envuelta en sombras, no era mi madre. No, era solo una de mis peores pesadillas.

Hylia era una figura que apenas podía distinguir en medio del resplandor que nos rodeaba. Solo podía ver con claridad la silueta de sus orejas, más largas que las de cualquier otro hyliano.

Luz dorada y espadas olvidadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora