Capítulo 1

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No hay blancos o negros, solo grises

Brooklyn

Esto tiene que ser una broma.

Reviso dentro de mi bolso una vez más, pero lo único nuevo que encuentro es un paquete de chicles que le cambie a un autoestopista por un dólar. Nada brillante y puntiagudo, solo eso.

Mierda.

No están.

Las llaves de casa de mi padre no están.

Creía haberlas puesto en el bolsillo pequeño cuando estaba en la frontera entre Pensilvania y Virginia. ¿Cómo pueden haber desaparecido? Tal vez se me hayan caído en el coche...

No, las hubiera escuchado caer.

Joder, joder, joder.

Seguro que, con las prisas de salir de la residencia esta mañana, me las he dejado encima de la mesita de noche.

Sabía que tendría que habérmelas guardado en cuanto llegaron por correo, pero me daba tanta pereza mover el sobre de donde lo había dejado Lisi —mi compañera de habitación—, que ni lo intenté.

Alzo la cabeza y vuelvo a mirar la casa que tengo delante y en la que pasé la mayor parte de mi adolescencia.

De noche se ve mucho más grande e imponente que de día. No es una mansión —más bien una monada blanca estilo moderno que solo tiene dos plantas—, pero aun así grita dinero por todas partes.

Igual que el resto de casas del vecindario.

Cuando cumplí trece y a mi padre lo ascendieron a agente especial del FBI, nos mudamos a este barrio. Él insistía en que una familia de nuestra categoría no podía seguir viviendo en una casucha victoriana en la parte mala de la ciudad.

A mí no me importaba, pero tampoco me quejé del cambio.

A medida que a mi padre lo fueron ascendiendo, la idea de mudarse a una mansión comenzó a flotar en el aire. Por suerte, se desechó cuando dije que me gustaba esta casa y que quería quedarme aquí.

Todavía quiero.

Una pena que, después de más de diez horas de viaje en coche desde la universidad de Pensilvania, no vaya a poder entrar.

Eso me pasa por despistada.

Tendría que haber dicho que sí cuando mi padre se ofreció a pagarme un billete de avión. Hubiera llegado hace horas. Pero no, yo quería venir en mi coche.

Vaya estupidez.

Ahora estoy atrapada fuera, sin batería en el móvil y con apenas gasolina en el motor.

Mi padre me dijo hace un par de horas que iba a pasar la noche fuera de casa por cuestiones de trabajo, así que llamar al timbre no es una opción.

Muy bien, Brooklyn. Respira, no es el fin del mundo, tan solo respira.

Vuelvo a meter las maletas en el coche y me aseguro de cerrarlo con llave.

Podría quedarme dentro, pero no hay forma en el infierno de que consiga dormir más de cinco minutos. Estaré en un barrio rico, pero los violadores más peligrosos están ocultos entre la gente que tiene pasta.

Tengo que entrar en la casa.

Y sé exactamente cómo voy a hacerlo.

Avanzo por el camino de piedra que hay frente a la entrada principal, y cuando estoy a punto de llegar al porche, me desvío por la puerta trasera que da a la piscina.

A un roce de lo prohibido © #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora