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Belgravia, febrero de 1844

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Belgravia, febrero de 1844

Desde el pasillo de la respetable Littlewitton Manor se podía escuchar el sordo rumor de las conversaciones y la delicada melodía que los violinistas interpretaban al otro lado de las puertas de doble hoja de caoba. Las paredes con artesonados de madera del interior de la sala parecían reverberar el sonido y multiplicarlo hasta que pareciera que en lugar de una soirée allí estaba aconteciendo un baile real.

Al abrirse las puertas, la luz que irradiaban las numerosas velas inundó el entramado del oscuro parqué y dio vida a la alfombra persa con dibujos de animales exóticos que se extendía a lo largo de la enorme entrada de la residencia de los Littlewitton. Lord Norfolk volvió a la sala, precedido por un enorme bigote que ocupaba el tercio inferior de su rostro. En él se podían apreciar algunas tímidas canas que estaban comenzando a poblarlo, al contrario que en su cabello; que, seguramente, hacía tiempo que habría comenzado a ser canoso, de no ser porque habían pasado años desde que Lord Norfolk se quedase completamente calvo.

Dando grandes zancadas se acercó a un grupo formado por su hijo mayor y dos de sus hijas —las mellizas Lady Amelia y Lady Clarisse— y le arrebató una copa de champán al varón. Víctor Littlewitton quedó desconcertado y dejó de sonreír, como había estado haciendo hasta hacía un momento, al tiempo que su padre le decía que ya creía que había bebido suficiente, y que dejase de contar historias que no eran apropiadas para los oídos de unas jovencitas. Sus dos hijas, además de un par de damas más, amigas de éstas, se encontraban soltando risitas y sonrojándose al tiempo que Víctor alardeaba de sus conquistas amorosas en ciertos barrios no muy glamurosos de la cuidad. El grupo de féminas se dispersó rápidamente con excusa de ir a sentarse a uno de los sofás colocado estratégicamente en la otra punta del salón. Había sido muy educado por parte de las damas no quedarse para escuchar cómo Lord Norfolk le echaba una reprimenda a su hijo. Víctor, por su parte, se ató bien el pañuelo que llevaba al cuello y se excusó después, para salir al balcón a que el aire fresco de la noche le despertase las ideas, y ayudase también a calmar el colorado de sus mejillas, producto del alcohol.

Contento con su cometido, Lord Norfolk asintió y se marchó caminando con la cabeza alta y las manos a la espalda al sillón donde se hallaba su madre, pendiente de cada grupo de la sala. Se colocó a la espalda del sillón de orejas donde la anciana Lady Littlewitton se encontraba.

—Parece que alguien es digno hijo de su padre —dijo, soltando una risita, y mirando hacia arriba en dirección a su hijo.

—La verdad es que me halagas comparándome con alguien a quien siempre he admirado, madre —contestó con orgullo.

—Oh, no, querido. Creo que no me has entendido. Me refería a que el muchacho siempre me trae recuerdos de tu juventud —sonrió con dulzura—. Aunque siempre fuiste más terco, porque parecías desmerecer cuánto sacabas de quicio a tu padre.

Paralizado por la vergüenza que sintió en ese momento al recordar sus años mozos, el Lord simplemente calló. Unos segundos después apareció su esposa del brazo de una muchacha, y seguida de la que, presumiblemente, era la madre de la joven.

Belgravia [Libro I] - Escandaloso Debut 🩷Donde viven las historias. Descúbrelo ahora