Wiveton Hall, primeros de julio de 1844
Míster Kingsbury paseaba nervioso por la habitación. Le habían alojado en el ala opuesta que a la que al día siguiente se convertiría en su esposa. Sin embargo, y pese a los titánicos esfuerzos de autocontención que venía practicando desde que la besó, su mente parecía desmerecerlos al permitirse la osadía de imaginar una y mil veces su noche de bodas.
El picaporte giró, sacándolo de su ensimismamiento, y la muchacha que lo traía desquiciado se deslizó dentro del cuarto como un gato y cerró tras de sí. Traía el cabello suelto hasta la cintura, e iba cubierta con un batín de seda hasta los pies. Estaba descalza. En contraste, él estaba completamente vestido, y lo único que había hecho era aflojarse el pañuelo del cuello —que sentía que iba a ahogarle en cualquier segundo—, y despojarse de la levita. Se giró en su dirección con los brazos en jarras sobre las caderas, mostrando sus antebrazos a través de las mangas de su camisa, remangadas sobre el codo.
—Hola —susurró ella, visiblemente sonrojada.
—¿Qué haces aquí? —sentía la garganta seca, y sin poder evitar que su mirada se pasease por la ligera prenda que escondía a la joven.
—Es bastante tarde. He tenido que esperar para asegurarme y temía que estuvieras dormido.
Él asintió. Hubo un pequeño silencio en el que Lady Amelia, visiblemente incómoda, se abrazó a sí misma.
—Pero eso no responde a mi pregunta.
—Lo sé —el tono rojizo de sus mejillas había subido.
El muchacho tragó saliva e intentó con todas sus fuerzas mirarle únicamente al rostro, pero la suave tela del batín le incitaba a no sólo contemplarla, sino también extender sus manos hacia ella y acariciarla largo y tendido. No hizo falta que preguntase qué hacía allí, y no porque no le importase realmente, sino porque la ansiaba con tanto fervor que sentía que su propia lujuria la había invocado, vestida como un hada y con el cabello salvajemente desordenado.
—¿Sabes? Da mala suerte ver a la novia la noche de antes de la boda —comentó ella, y se giró momentáneamente hacia la puerta con la intención de marcharse de allí.
«Es evidente que esta ha sido una idea pésima», pensó. Pero antes de que pusiera siquiera la mano sobre el picaporte de latón, le escuchó.
—Si lo prefieres puedo cerrar los ojos.
Fue tan sólo un susurro, ronco, cálido, y que le invitaba a querer saber más lo que hizo que se girase de nuevo sobre sí misma y le mirase. En su cara, al igual que en su voz, había un deje de algo que jamás había visto, y, sin embargo, le removió algo en su interior.
—No lo hagas.
Su propia voz le había sonado extraña. ¿Quién era esa imprudente que se había aventurado por los pasillos de la mansión y que se encontraba a solas con un hombre? No tenía respuesta, pero sentía que tampoco la necesitaba. Se acercó hacia el joven y le acarició la cara. Él cerró los ojos y le sujetó la mano contra la mejilla.
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Belgravia [Libro I] - Escandaloso Debut 🩷
Ficción históricaEn la sociedad inglesa de mediados del siglo XIX todavía perduran viejas costumbres que algunos desearían que estuvieran erradicadas por completo. El deber y el honor se plantan cara a cara con el amor en esta novela repleta de giros de la trama que...