XXV

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Mayfair, mayo de 1844

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Mayfair, mayo de 1844

El coche se detuvo frente a la señorial entrada de la residencia de los Brompton en Londres. Lady Elvina lamentó que el cochero no hubiera decidido tomar el camino más largo, o haber secuestrado a los recién casados hacia el lugar más recóndito de los bosques de Inglaterra. La joven se aferró con fuerza al tapizado del asiento y cerró los ojos para concentrarse por completo en su respiración, pues sentía náuseas a causa de los nervios.

—Tranquilízate —le dijo su esposo, con suavidad—. Todo saldrá bien.

Ella abrió los ojos y le contempló. Su gesto parecía sincero. El cochero abrió la puerta y los sacó de su ensimismamiento, devolviéndoles a la realidad de la que ambos estaban ansiosos por escapar. Míster Brompton descendió primero, y tomó el puesto del lacayo al ofrecerle a la muchacha su mano para ayudarla a bajar del vehículo. Lady Elvina la tomó, cautelosa, y con la mano que tenía libre se sujetó con firmeza el pesado vestido de novia y bajó del carruaje. Cuando sus pies tocaron por fin tierra firme, se soltó de la mano de su esposo como si esta le hubiera quemado, y si él se percató del gesto, tuvo la enorme bondad de no hacer comentarios al respecto.

El mayordomo de la familia les estaba esperando en la entrada de la vivienda con la puerta abierta.

—Les doy la bienvenida. Permítanme felicitarles —anunció, majestuosamente.

—Gracias, Smithers. ¿Han llegado los invitados ya?

—Por supuesto, señor. Se encuentran en el jardín. Si me permite acompañarlos...

—No será necesario —dijo míster Brompton, ofreciéndole el brazo a su mujer—. ¿Estás lista?

La aludida asintió sin mucho ánimo, y dio un paso hacia el joven hasta poder sostenerse en él. Avanzaron por el lúgubre pasillo de la residencia del barón Brompton hacia la sala de té, y a través de las puertas francesas abiertas al jardín fueron testigos del bullicio.

—Nos podemos retirar tan pronto como te encuentres exhausta —le comentó a Lady Elvina, mirándola a los ojos.

Le apretó la mano en señal de ánimo y avanzaron hacia el florido jardín. La luz del sol deslumbró a la muchacha, cuyos ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad del interior; y los ahogados gritos de estupor de la multitud al verlos le llegaron como un manotazo.

La primera en acercarse fue, naturalmente, Lady Bridgewater, que cogió a su hija de las mejillas con un aire teatral.

—¡Por fin han vuelto mis queridos polluelos! Haced el favor de venir a saludar.

Y como de todos es sabido que esa condenada mujer no aceptaría un no por respuesta ni del mismísimo diablo, la siguieron. Uno a uno, los invitados se acercaron a la feliz pareja a congratularlos por las nupcias contraídas y por la invitación a la fiesta. La decoración, sin duda alguna, había sido un tema de conversación recurrente; escogida personalmente por la madre de la novia, pues en cada lugar donde uno habría decidido colocar flores, ella había hecho poner jardineras enteras llenas de estrafalarios ramos de todos los colores. Las que más parecían apreciarlos eran las abejas, que zumbaban alrededor de los invitados y los hacían correr de un lado a otro. Por otra parte, la comida parecía haber sido escogida por Lady Brompton, pues cantidades exacerbadas de canapés y tartaletas se peleaban por encontrar un lugar en los minúsculos huecos que dejaban las jardineras. Míster Brompton estaba convencido de que su madre le había añadido pacharán al ponche, pues todos los invitados con los que había hablado parecían estar demasiado alegres y haber perdido la capacidad del habla desde la última vez que los viera.

Belgravia [Libro I] - Escandaloso Debut 🩷Donde viven las historias. Descúbrelo ahora