Capítulo 1

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Tras guardar la crema de sol en mi maleta por tercera vez, me siento como una niña pequeña a la que han obligado a ordenar su habitación. A pesar de que ya tengo veinticuatro años y soy una adulta (medio)responsable. A pesar de que lo que estoy haciendo no tiene nada que ver con recoger, ni con castigos, ni con obligaciones. Bueno, tal vez sí guarde algún tipo de relación con lo último. Si fuera por mí, nunca habría vuelto a trabajar en un campamento para niños, y menos en uno que vaya a acabar con toda posibilidad de disfrutar de mi verano.

Por lo menos pagan bien.

Me dejo caer sobre la cama mientras me tapo los ojos con el antebrazo. Apenas son las seis y media de la mañana y lo único que me apetece es dormir hasta tarde. No me puedo creer que a estas horas esté ya vestida y con el equipaje preparado. Por suerte o por desgracia, mi madre vuelve a aporrear la puerta como si le fuera la vida en ello y a mí no me queda más remedio que arrastrarme fuera de la cama, cerrar la maleta sin echarle un segundo vistazo y salir de mi habitación con los hombros encogidos y un bostezo. Lo que hace una por tener un futuro.

Cuando llego a la cocina, mi madre me espera sentada y de brazos cruzados. Sus ojos, del mismo tono marrón que los míos, están marcados por las ojeras y su mirada parece culparme por tener que levantarse tan temprano. La ignoro y me echo un puñado de cereales a la boca, lo que provoca que ella arrugue la nariz.

—No seas vulgar, Leire. Si no fueras tarde a todas partes, no haría falta que desayunaras deprisa y corriendo.

En lugar de contestar con la boca llena, me encojo de hombros y lleno con leche un vaso hasta la mitad. Me lo bebo de un trago, tan rápido como los cereales pastosos en mi boca me lo permiten.

—¿Papá sigue durmiendo? —consigo articular, aunque aún tengo restos de cereal en la boca.

Mi madre cierra los ojos y respira hondo. ¿Qué he hecho ahora?

—Sospechaba que no ibas a llegar al bus, así que me ha dicho que te espera en el coche y que, por favor, no tardes. —Al ver mi cara, mi madre añade—: Tienes un morro que te lo pisas. Corre antes de que tu padre cambie de idea.

No me hace falta escucharlo dos veces. Apuro la leche que me queda, lo que provoca que la mejilla de mi madre se quede blanca y pringosa cuando le doy un beso de despedida. Me echo encima el equipaje —maleta, mochila, saco de dormir— y me abalanzo sobre la puerta de entrada. Del mismo modo, no espero al ascensor y bajo las escaleras a toda prisa hasta llegar a la calle, donde el coche de mi padre se encuentra estacionado en doble fila. Sin mediar palabra, guardo el equipaje en el maletero y me apresuro para sentarme en el asiento del copiloto. Mi padre me recibe con un gesto irónico, aunque no dice nada mientras me acomodo el cinturón.

Pasamos en silencio todo el camino al colegio desde donde saldrá el autobús escolar, lo cual prefiero por encima de una charla insustancial sobre lo mucho que he crecido y lo cerca que estoy de convertirme en toda una doctora. No quiero hablar del tema hasta no tener el dinero suficiente para pagarme el primer cuatrimestre, lo que implica que si algún compañero pregunta por qué decidí hacerme monitora yo procederé a mirarlo muy mal.

Estoy metida en mis pensamientos y es tal vez por eso que no me percato de que hemos llegado hasta que el coche se detiene durante más de unos segundos. Tengo la tripa revuelta y no sé si es por el desayuno o por la sensación de que nada bueno puede salir de estos próximos meses. Un campamento en julio, otro en agosto. Qué ilusión.

Al igual que he hecho con mi madre, me despido de mi padre con un beso en la mejilla antes de bajar del coche. No es hasta que tengo el equipaje conmigo y el coche de mi padre se ha perdido en la distancia que diviso una figura familiar junto al autobús. Está rodeado de padres y niños y, además, está de espaldas. Sin embargo, ese pelo anaranjado y esos hombros cuadrados son inconfundibles, no importa cuántos años hayan pasado. No sé qué hace él aquí. Solo soy capaz de pensar que debería haberme quedado en la cama.

El chico hace el ademán de girarse y yo hago lo que toda adulta (medio)responsable haría: dejo caer mi mochila y, con una voltereta, me escondo detrás de un coche.

***

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Diez citas para olvidarte [COMPLETA] #DjAwardsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora