• Día 3 - Ojiro •

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Ojiro tuvo la familiar sensación de desapego hacia su cuerpo en el instante que fue traído de regreso del mundo de los sueños. Por un momento pensó que aún estaba dormido, reviviendo la vez que Shinsō utilizó su peculiaridad en él, durante su primer festival deportivo en UA; no fue así.

Se sentía a sí mismo atrapado en un lugar oscuro, donde su mente parecía atrapada en una bruma que lo mantenía aislado de su entorno y desconectado de su cuerpo real. Ese fue el primer indicio de que la peculiaridad de su compañero de pelo morado no tenía nada que ver. Lo segundo que le confirmó que no se trataba del lavado de cerebro —ni de un sueño— fue el dolor fantasma que lo azotó repentinamente al estar consciente. Sentía dolor en sus extremidades, su cola, su cabeza, su cuerpo entero, y como si éste se desprendiera de él de a poco.

Mashirao se miró las manos —sólo podía verse a sí mismo en ese plano—, sintiendo algo como piedras que se incrustaban en sus palmas; miró hacia su cola, inerte, pero que parecía estarse agitando sin cuidado provocándole dolor; miró sus piernas y tocó su espalda —su tacto no funcionaba—, sintiendo un gran malestar, como si estuviera en una mala postura.

Todo parecía como si en lugar de estar de pie, se estuviera desplazando con su cuerpo a cuatro patas. Pero él no veía nada de eso, no se estaba moviendo, solo sentía dolor y su cuerpo moviéndose en contra de su voluntad en un plano diferente al que estaba.

Ojiro agarró su cabeza cuando pensó que ya no podía soportarlo más, y entonces lo escuchó: Fue como un eco rebotando en los límites imaginarios del lugar, un aullido largo que se hizo más fuerte con los segundos. Lo siguiente que supo es que estaba jadeando por aire como si no hubiera respirado en horas, tirado en el suelo terroso y con su cuerpo bajo su control nuevamente.

Pestañeó varias veces después de que pudo controlar su respiración y los espasmos de su cuerpo. Nada tenía sentido para él. Ni el hecho de haber estado en ese extraño lugar en un plano diferente, lo que le ocurrió a su cuerpo, el estar tirado en el piso, y mucho menos la hilera de árboles que se presentaba a cada lado del camino en el que se encontraba.

Se puso de pie con un poco de dificultad —sus músculos agarrotados—, mirando a su alrededor.

—¿Cómo llegué aquí? —murmuró, sintiéndose sofocado a pesar de estar a la intemperie.

Estaba en el medio del bosque, en algún punto de la montaña —así lo esperaba—, en la penumbra de la noche. Los árboles eran tan altos que no dejaban pasar el mínimo halo de luz de luna.

Él dio varias vueltas sobre sí mismo, esperando reconocer algo que le permitiera saber dónde estaba exactamente, pero fue en vano. Tenía que hacer algo, no podía simplemente quedarse allí parado, así que se decidió a seguir un lado del viejo y casi borrado sendero en el que apareció. Sin embargo, antes de que pudiera dar el segundo paso, por el rabillo del ojo captó una luz encenderse.

Un pequeño orbe de luz, tal vez del tamaño de su mano, levitaba a poco más de medio metro del suelo emitiendo un brillo naranja, como si fuera alguna especie de bola de fuego suspendida.

Estaba en la dirección opuesta a la que había elegido seguir. Lo observó por largos segundos y parecía inofensivo en su sitio, por lo que decidió acercarse con cautela. A unos dos metros de llegar hasta esa bola de fuego, él dio un respingo poniéndose en guardia cuando se esfumó. Su confusión ante esto no duró mucho ya que otro orbe apareció unos metros más adelante que el primero, esta vez de color rojo.

Armándose de valor y sin dejar de estar pendiente de su entorno ante una posible emboscada, continuó siguiendo estas esferas que iluminaban su camino y parecían estar llevándolo a algún sitio.

Naranja, rojo, celeste y verde se fueron intercalando, llevándolo más y más profundo en el bosque hasta que logró reconocer unas pequeñas estatuas de piedra a lo lejos. Al llegar hasta ellas también se topó con un cartel desgastado por el tiempo. Tragó pesado, el sudor corriendo por su frente al saber cerca de dónde estaba ahora.

—La cueva... de los sacrificios —murmuró con nerviosismo. Ya no podía seguir creyendo que todo esto era obra de un villano. Aun así, algo lo impulsaba a continuar en contra del mal presentimiento que nació en él de repente.

Alcanzó a la última bola de luz y ésta se apagó como las veces anteriores; la diferencia fue que a los segundos no se encendió otra, sino muchas de ellas, bordeando el sendero hacia la cueva. Dio un profundo suspiro y siguió adelante, percatándose que ésta vez las luces no desaparecían con su cercanía. Aún no las sentía como una amenaza, pero sí comenzó a sentirse observado, muy observado. Esto lo volvió paranoico, intranquilo, provocando que sus latidos y respiración se aceleraran.

A medio camino escuchó un lamento que le heló la sangre y lo dejó anclado en su sitio. Fue aterrador. Mucho más al pensar que nadie debería estar allí en primer lugar. El sonido retumbó por el bosque por unos segundos, emitiendo ecos y prolongando su malestar. Lo escuchó por segunda vez, pero fue más humano, más real, lo que le hizo caer en cuenta de algo: alguien estaba llorando. Alguien, en medio de ese bosque en la montaña, estaba sufriendo y podría necesitar ayuda. Y él era un héroe, o muy pronto lo sería, no podía simplemente ignorar ese llamado.

La siguiente vez que lo escuchó, su cuerpo reaccionó al fin, comenzando a correr en dirección a la cueva. El llanto se hizo más y más claro, pudiendo reconocerlo como el de una mujer.

¿Están... intentando sacrificar a alguien?, pensó con preocupación al recordar el relato de la miko sobre la historia del lugar. ¿O es... algo más?, agregó con vacilación.

Aceleró el paso, estaba a punto de llegar, la cueva apareció en su campo de visión unos cuantos metros después. El llanto de la mujer resonó una última vez viniendo desde dentro de ésta, luego todas las esferas de luces se desvanecieron a la vez dejándolo en completa oscuridad.

Llegó a la entrada y se mantuvo allí unos segundos en los que reguló su respiración por la carrera, mientras sus ojos se ajustaban a la escasez de luz. Un gran escalofrío recorrió toda su columna que lo hizo replantearse lo que estaba haciendo.

Ya no se escuchaba a la mujer llorando, en cambio, susurros de lo que parecían ser cánticos en alguna lengua extraña —no podía distinguir lo que decían— resonaban levemente por la cueva.

La lógica quiso hacerse presente en él, pensando que se podría tratar de algún grupo de villanos haciendo de las suyas y que, como mínimo, debían tener un rehén —y no de un fenómeno poltergeist por su historia siniestra—. Lo razonable sería buscar el apoyo de sus compañeros al no saber el número al que se estaría enfrentando, pero la espina de "¿Y si es demasiado tarde para cuando regresen?" estaba clavada en su conciencia.

Ojiro tomó una decisión, esperando con todo su corazón que fuera la correcta y que no empeorara la situación. Debía confiar en sí mismo y en sus propias habilidades cultivadas con esfuerzo. Con pasos vacilantes, pero cautelosos, se adentró en la penumbra siendo lo más silencioso posible.

Los cánticos graves resonaron en sus oídos, erizando los vellos de su cuerpo. Los sollozos se reanudaron, más claros, más fuertes, mucho más que antes, poniéndolo nervioso al pensar en lo que le estarían haciendo.

Sólo logró avanzar unos escasos tres metros cuando fue detenido por una voz que venía de la entrada, detrás de él.

—¿Qué estás haciendo aquí?

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[✓] El RyokanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora