Esta historia es para chicos y chicas que luchan con la depresión y ansiedad, pensamientos intrusivos, el auto sabotaje hacia su propia persona.
Gritos de un cuerpo atrapado en pensamientos del futuro y recordando el dolor del pasado, donde el cuerp...
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A pesar de todo, mi madre siempre estuvo allí. Me apoyaba, me aconsejaba, me guiaba, pero desde pequeña sentí que sobre mis hombros recaía la expectativa de ser perfecta. Crecí con ese chip instalado en mi mente: hacer todo bien, hacerlo mejor, y si era posible, hacerlo perfecto.
Mi madre deseaba para mí lo que ella misma no había podido alcanzar. Veía en mí sueños y oportunidades que la vida le había negado. Sus intenciones eran buenas, lo sé, pero crecer bajo esa presión fue una experiencia compleja. Ser perfecta, ser la primera mujer de la familia en terminar la universidad, destacarme en cada asignatura... todo eso se convirtió en un estándar silencioso e inalcanzable.
Recuerdo claramente sus reglas: no tener novio hasta la universidad, maquillarme después de los veinte, vivir mi juventud con prudencia, y, sobre todo, llegar virgen al matrimonio. En su lógica, eran medidas para protegerme y guiarme. Para ella, lo que pedía era amor, pero para mí, de niña y adolescente, se convirtió en un peso. Una presión constante que marcaba mi camino y mis decisiones.
Hubo un día que nunca olvidaré. Tenía trece años y no había obtenido una buena calificación en un examen; mi media hermana, por parte de mi padre, sí lo había hecho. La reacción de mi madre fue inmediata y directa:
—Tu hermana será mucho mejor que tú, será una persona inteligente. Tú no sirves ni para estudiar.
Aquellas palabras se grabaron en mi memoria. No eran un estímulo; eran un golpe que atravesó mi corazón infantil. Lloré desconsoladamente, deseando ser perfecta, deseando ser suficiente para ella. Esa noche tomé una decisión silenciosa: demostrar que esas palabras no definirían mi futuro. Me prometí a mí misma esforzarme, superarme, brillar con luz propia y no compararme con nadie.
A partir de ese momento, todo cambió. Mis calificaciones mejoraron, y con ello, mi exigencia hacia mí misma se volvió extrema. Cada error, por pequeño que fuera, se transformaba en motivo de corrección inmediata: una palabra mal escrita implicaba comenzar la página de nuevo; los platos debían lavarse tres veces; los apuntes y cuadernos debían revisarse con meticulosidad. Estudiaba sola en la biblioteca, evitando distracciones, y sin darme cuenta, mi actitud se tornaba distante, rígida, casi amarga. Tan joven y ya tan marcada por la vida, por la creencia de que la perfección era el único camino.
Lloraba por mis errores, me sentía insegura y me culpaba por no alcanzar los estándares que me imponía. La perfección, en sí misma, no es mala; buscar la excelencia puede ser noble. Pero cuando se convierte en un mandato implacable, puede asfixiar el alma y socavar la confianza. Los errores no son fracasos, sino escalones que nos enseñan, nos moldean y nos permiten crecer.
Hoy puedo decir que estoy logrando parte de lo que mi madre deseaba para mí. No soy perfecta, pero me esfuerzo. Cada día doy pasos para ser mejor, para aprender, para crecer, y para que mi madre se sienta orgullosa de mí. Aprendí que la verdadera perfección no está en no cometer errores, sino en levantarse cada vez que se cae, en aprender a ser amable con uno mismo, en aceptar las imperfecciones y aún así brillar.
Esta relación con mi madre me enseñó una de las lecciones más importantes de mi vida: la perfección no es un destino, sino un camino que debe recorrerse con empatía, amor propio y conciencia. La exigencia sin comprensión puede ser destructiva; el amor y la paciencia, tanto hacia los demás como hacia uno mismo, son lo que realmente forma carácter.
Hoy comprendo que crecer implica balancear esfuerzo con compasión, disciplina con ternura. Cada lágrima, cada temor, cada error cometido, me ha enseñado a ser resiliente, a ser consciente de mi valor y a caminar mi propia senda, aún cuando la sombra de la expectativa se interponga. Aprendí que la perfección es relativa, pero la autenticidad y el amor propio son innegociables.
Y así, a través del esfuerzo, del aprendizaje y de la comprensión de mi propia humanidad, me acerco cada día más a ser la mujer que quiero ser, no perfecta, pero íntegra, consciente, y orgullosa de cada paso recorrido.