LOS PRIMEROS DIAS.

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Después de tomar los medicamentos recetados por el médico, la ansiedad se intensificó como nunca antes la había sentido

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Después de tomar los medicamentos recetados por el médico, la ansiedad se intensificó como nunca antes la había sentido. No era solo un miedo pasajero; era una presencia constante que se instalaba en mi corazón y mente, llenándolos de confusión, inquietud y terror. Cada latido parecía un tambor de alerta, una alarma que me recordaba que debía escapar, que debía protegerme de algo que no podía ver ni comprender.

Para alguien que no lo ha vivido, la ansiedad puede parecer exageración. "Cálmate" no basta. Es imposible explicarlo con palabras simples; es un enemigo silencioso que domina tu cuerpo y pensamiento. Lo que más deseábamos quienes la padecemos era que alguien permaneciera a nuestro lado durante un ataque, sosteniéndonos, abrazándonos, recordándonos que estábamos vivas y que sobreviviríamos a ese momento. Pero para mi mala fortuna, nadie lo entendía. Mi familia no comprendía mis síntomas, y en la iglesia, el lugar donde buscaba consuelo, nadie parecía entender mi conducta. "¿Por qué no hablas?" "¿Por qué no eres sociable?" —preguntaban. No entendían que estar cerca de otros, hablar, interactuar, era un esfuerzo casi imposible.

Los primeros días fueron grises, densos, depresivos. Lloraba hasta quedarme sin lágrimas, buscando alivio en el desahogo. Mi hogar, que antes era refugio, se convirtió en un espacio pesado, lleno de sombras que amplificaban cada sensación de miedo. Dormir era un desafío titánico; la paz parecía un lujo imposible de alcanzar. Solo en la iglesia encontraba algo de calma. Me sentaba en los asientos más lejanos, entre la penumbra de la tranquilidad, lejos del bullicio y de las miradas ajenas. Mis hermanos asistían a los cultos juveniles, mientras yo me quedaba en el de adultos, encontrando en aquel lugar un respiro: un espacio donde podía cerrar los ojos, respirar y sentir que, por un instante, la ansiedad no me dominaba.

Pero regresar a casa era tortuoso. Sabía que la ansiedad vendría conmigo durante la noche, y así era. Me sentaba en el sofá, temiendo entrar en mi cuarto. La oscuridad se convirtió en un enemigo tangible: los rincones parecían susurrar mi miedo, amplificando cada latido del corazón, cada mareo, cada temblor. Las luces parpadeaban ante mis ojos, mi sudor se helaba y dolía, mis manos se adormecían, y sentía que mi cuerpo se negaba a responder, llevándome a un estado cercano al desmayo.

Conciliar el sueño era imposible. Mi mente recreaba escenas del pasado y del presente, mezclando recuerdos con temores imaginarios, construyendo un mundo propio de ansiedad y descontrol. Quería estar sola, no enfrentar a nadie, y me encerraba en casa, evitando salir o interactuar. Comencé a improvisar pequeños refugios: llevé una almohada y una sábana al sofá, convirtiéndolo en mi cama, dejando el televisor encendido en la oscuridad. Dibujos animados, programas de cocina, cualquier sonido que llenara el silencio y me ayudara a no escuchar los latidos de mi corazón con tanta intensidad. Algunas noches lograba dormir; otras, simplemente pasaban lentas, interminables, y yo permanecía despierta, atrapada en mi propio cuerpo.

Poco a poco, mi relación con la comida cambió. Cada alimento que ingería me provocaba pesadez, y con ella, nuevos ataques de ansiedad: dolores en el pecho, sensación de ahogo, mareos. Comencé a comer menos, a salir menos, a hablar menos. Mi mirada se tornó triste, y aunque sonreía, detrás de esa fachada había noches de desvelo, hambre, dolor y soledad. Evitaba contar mis problemas porque eran solo míos; huía de explicaciones y miradas que no podrían comprender.

La ansiedad se instala como un huésped persistente en tu mente. Nadie puede expulsarla por ti. Solo tú puedes mirarla de frente, reconocerla, entenderla y decidir no obedecerla. Es un enemigo astuto, silencioso, constante, pero no invencible. Con cada respiración, con cada pequeño acto de coraje, se aprende a convivir con ella, a atravesarla y a no dejarse dominar.

En medio de esas noches interminables, comprendí algo importante: mi cuerpo y mi mente estaban en guerra, pero mi espíritu podía ser el refugio. Cada lágrima, cada mareo, cada pensamiento oscuro, era un recordatorio de que estaba viva, de que había resistencia, de que había fuerza incluso en el miedo. Y en medio de todo, la luz, aunque tenue, comenzaba a aparecer: la esperanza de que podía aprender a sostenerme, a entenderme y a sanar, aunque fuera un día a la vez.

Hecha De Sol ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora