Esta historia es para chicos y chicas que luchan con la depresión y ansiedad, pensamientos intrusivos, el auto sabotaje hacia su propia persona.
Gritos de un cuerpo atrapado en pensamientos del futuro y recordando el dolor del pasado, donde el cuerp...
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El de los vientos, aunque siempre cercano, comenzó a percibir mi distancia. Como una brisa que intenta acariciar un árbol seco, él rozaba mi corazón, pero mis ramas permanecían cerradas. No le di oportunidad alguna. Dejé de sentarme con él durante las prédicas, mis palabras se volvieron medidas y escasas, y nuestro chat decayó hasta desaparecer. Ambos recorrimos caminos separados, y por un tiempo, parecíamos extraños compartiendo el mismo espacio.
Intenté buscar compañía por otro rumbo, acercándome a jóvenes sin compromisos, con la esperanza de que la vida me mostrara un camino diferente. Pero la suerte parecía esquiva: cada persona que conocía mantenía una relación o buscaba acercarse a mí a escondidas. Mi corazón, formado en valores y respeto, comprendía que lo que no me pertenecía debía mantenerse fuera de mis manos. Confiaba en que Dios pondría todo en orden y que Su tiempo siempre es perfecto.
Fue entonces que decidí servir en el coro de niños, un lugar donde la inocencia y la pureza de los corazones me abrazaban. Allí no existía la maldad, solo la dulzura de almas sinceras, y cada abrazo de los niños me recordaba la fuerza que se obtiene al cuidar y guiar a otros. Cada sonrisa, cada nota que entonaban, era un recordatorio de que Dios nos coloca en lugares donde podemos crecer y dar amor. Sus manos pequeñas, sus ojos brillantes y su entusiasmo me enseñaron que cuidar y guiar a otros es un acto de servicio que nos transforma también a nosotros mismos. En ese espacio encontré mi fortaleza y la certeza de que, aun en medio de la soledad, Dios me colocaba donde debía estar. Así pasaron febrero y marzo, en silencio, cada uno formando su vida, sin cruzar caminos.
Pero el mundo cambió de manera inesperada. A mediados de marzo, un virus comenzó a propagarse: el COVID-19, una pandemia que transformaría la vida tal como la conocíamos. Lo que se suponía sería un encierro breve se convirtió en meses, casi un año de incertidumbre, miedo y pérdida. Las ciudades quedaron vacías, los comercios cerraron, y la amenaza de la muerte se hizo tangible a través de noticias alarmantes.
Mi familia se aferró a la fe. Lloraba al pensar en mis abuelos, especialmente en mi abuelo, quien cerró su taller y depositó su confianza en la protección de Dios. La angustia me invadía, pero comprendí que aunque el peligro estaba afuera, dentro de casa, Dios proveía seguridad y paz.
Fue entonces que decidí reconectar con el de los vientos, con la intención de resolver las diferencias que nos habían distanciado:
—¿Cómo está todo en tu casa? —pregunté, intentando que mi voz no revelara la mezcla de miedo y nostalgia que sentía.
—Gracias, me encuentro bien —respondió con amabilidad, como un aire cálido que atraviesa un día frío.
La conversación se tornó sincera; ambos expresamos lo que sentíamos durante los días de distancia. Al final, acordamos:
—Somos amigos, dejemos esa tontería —dije, intentando cerrar la puerta a lo que podría desordenar nuevamente mi corazón.
Aun así, el cariño permanecía latente. Nuestra amistad renació en los mensajes, en conversaciones casi continuas, compartiendo alegrías y temores. Era un amor virtual, delicado, que crecía a través de palabras, emojis y risas compartidas. Cada "buenos días" se sentía como un rayo de sol en medio del confinamiento; cada "buenas noches" era un suspiro de tranquilidad en medio de la incertidumbre.
Pero la realidad golpeó de manera brutal en abril, con la muerte de mi tía abuela. En ese tiempo, la información sobre el virus era confusa y aterradora. Al final, supe que había fallecido por COVID-19. No pude despedirme, no pude abrazarla por última vez. Mi dolor era profundo y silencioso, un vacío que me recordaba que la vida puede ser efímera y que cada instante debe ser valorado. El de los vientos estuvo presente a través de un "lo siento", pero sus palabras no alcanzaban la profundidad de mi sufrimiento. Sus mensajes, a veces indecorosos o vanos, contrastaban con el peso de mi dolor y me recordaban que la ilusión no siempre refleja la verdad del corazón.
Aun así, no podía negar que había aspectos de él que admiraba: sus abrazos suaves, la ternura de sus gestos, su forma de ser en lo cotidiano. Pero aprendí que el verdadero amor y la verdadera identidad no dependen de ilusiones ni de afectos humanos, sino de la verdad de Dios en nuestras vidas.
La iglesia también cambió. Los cultos presenciales dieron paso a las reuniones virtuales: ensayos, prácticas y predicaciones a través de pantallas que nos conectaban a todos, pero que nunca reemplazarían la calidez de la congregación. Todo era abrumador; la falta de contacto, los horarios alterados, la incertidumbre mundial, y las noticias que traían temor cada día. Sin embargo, descubrí la fortaleza de mi interior. Mi ansiedad, que antes gobernaba mis días, se fue calmando. Comprendí que el peligro estaba afuera, y que dentro de mi hogar, Dios cuidaba de mí y de mi familia.
En medio de este encierro, surgieron los mensajes, las conversaciones y la ilusión que mi corazón no podía ignorar:
—Hola, ¿cómo amaneciste? —escribió un día.
—Bien, aunque extraño la normalidad — respondí, sintiendo que cada palabra nos acercaba más.
—Yo también... siento que necesitamos algo que nos mantenga vivos en estos días —contestó él.
Y así, entre mensajes y palabras compartidas, mi corazón comenzó a latir de una manera que no esperaba. Pero incluso en ese afecto, la identidad verdadera me recordaba: no todo lo que deseamos es lo que debemos tener. Aunque el cariño era real, la relación no estaba destinada a ser.
Aprendí que la identidad no depende del afecto humano, sino de la certeza de quiénes somos ante Dios. Que incluso cuando las ilusiones parecen reales, el camino de la fe nos recuerda la verdad: nuestra paz, nuestro valor y nuestra fuerza provienen de Él.
Y así comprendí que aun en el desierto, Dios envía pan del cielo. Aunque el camino sea difícil, aunque la distancia y la ilusión nos pongan a prueba, Él permanece fiel, cuidando de cada uno de sus hijos y recordándonos que nuestra identidad no depende de los sentimientos humanos, sino de Su amor eterno.