Esta historia es para chicos y chicas que luchan con la depresión y ansiedad, pensamientos intrusivos, el auto sabotaje hacia su propia persona.
Gritos de un cuerpo atrapado en pensamientos del futuro y recordando el dolor del pasado, donde el cuerp...
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Cada temporada en la vida deja su marca. Algunas son desiertos que consumen; otras, aguas tranquilas que llenan de paz. Algunas hieren, otras sanan. Todas transforman, todas enseñan.
La temporada de Identidad fue un despertar profundo. No nació del vacío, ni del dolor, sino del susurro de Dios que vino a recordarme quién era en Él. Fue como un amanecer tras la noche más larga: la luz entró suavemente, revelando no solo lo que había sobrevivido, sino lo que siempre había estado en lo más profundo de mi ser.
Identidad no significa repetir lo que otros dicen de nosotros, ni aferrarnos a etiquetas que el mundo impone. Identidad es volver al origen, reconocer la voz del Creador que nos llama hijos, comprender que nuestra esencia no depende de los errores, las caídas o los juicios, sino del amor eterno de Aquel que nos formó.
Aprendí que la ansiedad no define mi nombre, que la soledad no es mi hogar, que los rumores no son mi verdad. Mi identidad estaba en Cristo, en la certeza de que aun en mis grietas Él me levantaba y sostenía. Cada mirada de Su gracia revelaba que era más fuerte de lo que creía, más amada de lo que jamás había sentido y más valiosa de lo que mis propias dudas me dejaban aceptar.
Tener identidad como hija de Dios es comprender que nada ni nadie puede robar el lugar que Él me dio. Aunque el mundo señale, Él me llama escogida; aunque la sociedad juzgue, Él me llama amada; aunque mi corazón tiemble, Él me recuerda que soy Suya.
Pero toda identidad se prueba. Y fue en medio de un escenario inesperado donde Dios comenzó a mostrarme hasta dónde había llegado Su obra en mí.
Semanas antes del evento de Gracia, apareció en mi camino alguien a quien recordaré como el de los vientos. No porque permaneciera, sino porque su vida se movía como el aire: a veces brisa ligera que calmaba, a veces ráfaga que agitaba mis pensamientos. Llegó con gestos sencillos, con amabilidad y sonrisas, como quien trae alivio en medio del cansancio.
Nuestro primer encuentro fue casi casual: lo vi oliendo un aceite para su instrumento, concentrado en cada detalle, y él me miró con una sonrisa.
—Huele bien, ¿cierto? —dijo, levantando la mirada.
—Disculpa, ¿esto es tuyo? —pregunté.
—Sí, es mío, lo uso para mantenerlo en buen estado —respondió, tranquilo.
—Disculpa, no quise tocar algo que no me pertenece —me disculpé.
—Tranquila, todos lo hacen, por su olor —sonrió.
Desde ese instante, el de los vientos comenzó a acercarse más a mí. Se convirtió en un amigo amable y discreto; su silbido característico era como una melodía que solo yo podía reconocer. Un día antes del evento, me saludó con un beso en la mano. Me quedé paralizada; nunca antes alguien había hecho algo así conmigo.