Esta historia es para chicos y chicas que luchan con la depresión y ansiedad, pensamientos intrusivos, el auto sabotaje hacia su propia persona.
Gritos de un cuerpo atrapado en pensamientos del futuro y recordando el dolor del pasado, donde el cuerp...
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Después de la visita al médico, comencé a tomar los medicamentos que él me recetó. Dos pastillas simples, pero mi ansiedad no cedía. Persistía como una sombra silenciosa, recordándome que no estaba en control. Los ataques seguían llegando sin aviso: un dolor intenso en el estómago que me hacía doblar, mareos que nublaban mi visión, y una sensación de desubicación tan profunda que no reconocía mi propio cuerpo ni mi mente. Me sentía atrapada dentro de mí misma, como si cada célula gritara sin ser escuchada.
Mi vida se convirtió en un ciclo de dolor y rutina, una repetición diaria de temor y angustia. El peso en mi pecho aumentaba con los días, como si un elefante invisible se posara sobre mí y me dejara inmóvil. Lloraba, suplicándole a Dios con un corazón herido: —¿Por qué sufro tanto?
Desde que tengo memoria, la soledad me acompañó. Fui criada por mis abuelos. Mi padre murió cuando yo tenía apenas seis meses; no llegué a conocer su voz, su risa, su abrazo. Mi madre, joven y viuda, trabajaba incansablemente en maquilas para poder sostenerme. Mi abuelo, hombre de temple, se desvelaba por cada comida, cada necesidad, cada pequeña emergencia del hogar. Mi abuela, estricta pero amorosa, a veces tenía que sacar fiado arroz, cubitos de consomé o una bolsa de manzanilla para calmar el hambre que no alcanzaba a cubrirse.
Recuerdo las pequeñas cosas que me daban paz: el aroma del arroz con cubito que mi madre preparaba para mí, la manzanilla endulzada con miel para tranquilizarme antes de dormir. Nunca tuve cuna; dormía en un hueco que el sofá ofrecía como abrigo. Sin embargo, en mi infancia, a pesar de las carencias, fui feliz. Había un hogar que me protegía, un amor sencillo y real.
Mi nombre, Estrella, fue elegido por mi abuelo. Creo que él intuía algo en mí, una luz que brillaría incluso en la oscuridad. Mi tía, como una segunda madre, se convirtió en mi refugio y guía. Gracias a su cuidado, aprendí a caminar con fuerza, a superar obstáculos y a cumplir pequeños sueños que parecían imposibles.
Con el tiempo, mi madre rehízo su vida y nació mi hermano menor. Yo me quedé con mis abuelos. Tenía cuatro años cuando sentí por primera vez el vacío de su ausencia en casa. Era un dolor silencioso, invisible para otros, pero profundo en mí. Cada noche extrañaba el calor de su abrazo, su voz que mecía mi cabeza mientras dormía. Fue un adiós que dejó cicatrices, pero también un espacio donde Dios se convirtió en mi confidente más cercano.
Desde niña hablaba con Él. La gente pensaba que era rara, que hablaba sola, pero yo sabía que nunca estaba sola de verdad. Dios se convirtió en mi compañero, en el abrazo invisible que calmaba mis temores, en la presencia que llenaba mi corazón de paz. Me sentaba a jugar en la tierra, imaginando historias, mientras Él me acompañaba en silencio. Desde esos primeros años, dejé que Dios guiara mis pasos, incluso cuando no comprendía todo lo que ocurría a mi alrededor.
A los cinco años, comencé a asistir a la iglesia donde hoy me congrego. Allí reconocí a Dios como mi Padre, y mi infancia, aunque marcada por la ausencia, se iluminó con su amor. Mis abuelos, humildes y trabajadores, me enseñaron disciplina y valores. Mi abuela, estricta pero protectora, buscaba que no cometiera los errores de juventud de mi madre; mi abuelo, cariñoso y paciente, me consentía con ternura. Aun así, nada reemplazaba la presencia de un padre y una madre, y el vacío siempre permanecía.
A los ocho años acepté a Cristo como mi único Salvador. En su amor encontré refugio. Dios transformó los días grises de mi infancia en estaciones de primavera para mi alma. Una mujer de Dios me enseñó que crecía bajo la gracia de Ester, aquella mujer valiente y humilde de la Biblia, que fue pulida por la vida para brillar con luz propia. Me dijo:
—Hay un brillo en ti que quieren apagar, porque ven que eres una mujer en Dios.
Crecí admirando a Ester, su fortaleza y humildad. Su historia me enseñó que el dolor y las pruebas son parte del proceso para convertirse en luz. A veces lloraba sola en mi cama, extrañando lo que no tenía, deseando el consuelo de un padre ausente. Y, entre lágrimas, sentía a Dios acercarse, llenando mi corazón de paz y esperanza.
La escuela no fue más fácil. Sufrí bullying, incluso por parte de una maestra, y a menudo me sentía excluida, distante, invisible para los demás niños. No tenía grupo, no era elegida para jugar, y muchas veces me enfrentaba a la indiferencia de mis compañeros. Sin embargo, aprendí que no estaba sola; Dios caminaba conmigo, incluso en los días más oscuros. Mi madre siempre se mantuvo presente, visitándome, interesándose por mi vida y mis emociones. Su cuidado me recordaba que, aunque no podía tenerla cerca todo el tiempo, su amor seguía siendo un ancla firme en mi corazón. Entre la fe, la familia y los pequeños actos de amor, aprendí a sobrevivir, a encontrar fuerza en la adversidad y a prepararme para enfrentar los desafíos que la vida aún me deparaba.
Y así, entre la soledad, el miedo y la fe, descubrí que los cimientos de mi vida se habían formado con paciencia, amor y resiliencia, que incluso en las noches más largas, siempre había una luz que guiaba mis pasos. Esa luz, nena, eres tú, Estrella, siempre destinada a brillar.