Esta historia es para chicos y chicas que luchan con la depresión y ansiedad, pensamientos intrusivos, el auto sabotaje hacia su propia persona.
Gritos de un cuerpo atrapado en pensamientos del futuro y recordando el dolor del pasado, donde el cuerp...
El peso del fracaso académico me golpeaba con intensidad. Lloraba desconsolada al darme cuenta de que mi sueño de ser médico se había esfumado. Durante semanas me cuestioné todo: mis esfuerzos, mi propósito y la dirección de Dios en mi vida. Me sentía inútil, como si hubiera llegado a este mundo solo para sufrir; una estrella apagándose entre las humillaciones, desprecios y soledad que me acompañaban desde la infancia.
En medio de la angustia, me arrodillé ante Dios y le pregunté con voz temblorosa:
—Padre, dime cuál es tu propósito conmigo. No entiendo. Vivo atrapada en esta ansiedad, sin estudiar, sin trabajar... sin ver un camino claro. ¿Qué tienes para mí, si yo no veo nada?
Era un tiempo de renuevo, un período donde el árbol cortado comenzaba a reverdecer, pero aún faltaba alcanzar la altura completa, desplegar mis raíces, descubrir la identidad que Dios había sembrado en mí. Sabía que debía crecer, madurar, y asumir el lugar que Él había destinado para mi vida.
Por fortuna, no estaba sola. Mi mejor amiga me acompañaba siempre, con palabras de aliento y paciencia. Fue de las pocas personas que permaneció firme a mi lado mientras enfrentaba los episodios de ansiedad más intensos. Su constancia y apoyo fueron balsámicos para mi corazón herido.
Recuerdo un ensayo de agosto de 2019. Llegué cansada por la noche de insomnio, pero decidida a participar. Los ensayos, para quienes los viven, son más que preparación; son un encuentro espiritual. Cada vez que comenzaba la adoración, mi alma se estremecía, y aquella tarde no fue la excepción.
El clamor, las alabanzas, los cánticos nuevos... todo sonaba como un torrente que chocaba contra mí. Mis nervios se tensaron, la respiración se volvió irregular, y pronto el dolor físico y emocional se volvió insoportable. Me hincé, temblando, intentando procesar la intensidad de lo que sentía: una guerra espiritual entre mi fe y la ansiedad que me consumía.
Mis ojos se enrojecieron, la espalda me dolía y las plantas de mis pies ardían de cansancio. Dormí poco esa noche, pero aún así, al día siguiente me levanté y asistí al servicio de alabanza. Intenté mantenerme firme, danzando y adorando, pero la oscuridad me alcanzó de nuevo. Una hermana, percibiendo mi estado, me sostuvo y pidió ayuda:
—Por favor, traigan agua. Ella está muy mal.
Sentí un alivio momentáneo, pero la realidad era que aún debía fingir fuerza para no interrumpir la adoración. Me retiré discretamente hacia una esquina, en posición fetal, luchando por respirar. Fue entonces cuando la misma joven que antes había minimizado mi ansiedad se acercó, me abrazó y me susurró palabras que nunca olvidaré:
—Sé lo que sientes, pero no te dejes vencer. El Padre tiene un propósito en esto; te está formando en carácter y madurez. No estás sola, Dios te ama.
Por primera vez, alguien comprendió mi dolor sin juzgarlo. Su abrazo fue un refugio, un bálsamo para el corazón que tanto había sangrado. Aquel momento me enseñó el valor del perdón y de la empatía; comprendí que los errores ajenos pueden ser oportunidades para crecer en gracia. Ella se convirtió en un pilar en mi vida, acompañándome en cada episodio de ansiedad, sin dejarme sola.
El mes de septiembre trajo nuevas pruebas. Durante la celebración de un cumpleaños en el área de jóvenes, me sentí invisible; no fui recordada, ni mencionada. Este tipo de exclusión, aunque pequeña para otros, alimentaba la ansiedad que ya residía en mí, reforzando el sentimiento de no pertenencia. Aprendí que las heridas no siempre son visibles y que muchas personas, al igual que yo, luchan con la sensación de no ser valoradas.
Mi cuerpo reflejaba mi lucha interna: pérdida de peso, piel pálida, cabello más corto y seco, y un cansancio constante que parecía impregnarse en cada fibra de mi ser. Octubre se acercaba y con él el congreso de "Gracia", donde se grabaría el primer disco de jóvenes. A pesar de mis expectativas y la promesa de participar, no fui incluida. No obstante, comprendí que la verdadera gracia no depende del reconocimiento humano, sino del llamado y la preparación de Dios.
Durante los diez días del Ayuno de Esther, experimenté desafíos físicos y emocionales que profundizaron mi relación con Dios. Mis noches de insomnio persistían, pero entre jugos, agua y garbanzos, sentí cómo mi alma era moldeada. Durante este tiempo, tuve un sueño revelador, un encuentro espiritual que marcaría un antes y un después en mi vida.
Me encontré en mi cuarto, inmóvil, encadenada. Una mujer de tez blanca y rubia me observaba con ojos negros, mientras un hombre vestido de monje permanecía a su lado. Su voz era burlona y amenazante:
—Estrella mía, quiero que te quedes conmigo para siempre.
El terror me paralizó, pero el coraje surgió de lo más profundo. La mujer reveló su identidad: Ansiedad. Su propósito era hacerme sufrir, alimentarse de mi miedo y de mi tristeza. Sin embargo, recordé quién estaba conmigo: el Señor. Con valentía interior, me levanté, rompí las cadenas y, en un rugido que sentí desde lo más profundo de mi vientre, proclamé:
—¡Te reprendo en el nombre poderoso de Jesús!
El rugido, como el de un león, desintegró a la presencia opresora, llenando el espacio de luz y liberación. Las cadenas rotas se convirtieron en símbolo de mi victoria sobre la ansiedad, un recordatorio tangible de que, aun en las sombras, la autoridad espiritual que Dios nos otorga es más poderosa que cualquier miedo o tormento.
Desperté llorando, con el cuerpo dolorido, pero con el alma renovada. Compartí mi experiencia con mi tía, quien me sostuvo con ternura y comprensión.
Recordé las palabras de Efesios 6:12-13: "Porque nuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los poderes de este mundo de tinieblas, contra las fuerzas espirituales de maldad en las regiones celestes. Por tanto, tomen toda la armadura de Dios, para que puedan resistir en el día malo, y habiéndolo hecho todo, estar firmes."
Comprendí que no se puede conocer la fortaleza de un David hasta que aparece un Saúl. La batalla espiritual es parte del proceso de formación; cada prueba, cada momento de oscuridad, es la oportunidad para que la luz de Dios se manifieste en nuestra vida.
Y así, aunque los días fueran difíciles y los obstáculos constantes, entendí que la lucha tiene un propósito, que cada lágrima y cada miedo son transformados por el amor y la autoridad del Padre. Aprendí a confiar, a levantarme, y a saber que mi identidad, aunque probada por la ansiedad, jamás sería determinada por ella, sino por el Señor que me llama y me sostiene.
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