EL COMIENZO DE UNA COMISIÓN. Capitulo •1•

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Estábamos en un nuevo año, y en mi corazón había una certeza: Dios estaba a punto de cambiar muchas cosas en mi vida

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Estábamos en un nuevo año, y en mi corazón había una certeza: Dios estaba a punto de cambiar muchas cosas en mi vida. Enero de 2019 se abrió ante mí como un lienzo en blanco, lleno de promesas, desafíos y la oportunidad de entregar mi corazón de manera más consciente a su obra. Fue entonces cuando ingresé a servir en mi primer equipo de sacerdocio en la iglesia donde me congrego.

Estos equipos, organizados de la "A" a la "L", tienen la misión de servir al pueblo de Dios, asegurando que cada detalle de la iglesia esté en perfecto orden: desde la limpieza, la disposición del mobiliario, hasta la atención y bienvenida a los asistentes. Recuerdo que mi primer día me tocó limpiar los baños y dar la bienvenida a quienes entraban. Para muchos podrían ser tareas sencillas, pero para mí fueron actos de entrega y adoración profunda. Cada gesto, cada sonrisa ofrecida, era un tributo silencioso al Señor. Mi corazón servía con devoción y alegría; el equipo sacerdotal se convirtió en un lugar donde podía expresar mi amor por Dios a través de acciones concretas.

Desde niña, sin embargo, mi mayor deseo había sido estar en el coro de alabanza. Soñaba con ese espacio donde las voces se unían en adoración, un lugar donde podía expresar con mi voz la profundidad de mi corazón. Pero la duda y el miedo siempre me detenían: audiciones, competencia, la idea de no ser suficiente frente a otros cantantes más experimentados... todo me paralizaba.

Un día, mientras meditaba sobre este sueño, mi hermana menor, silenciosa pero con un corazón cercano a Dios, se acercó a mí. Con su mirada llena de convicción, me dijo:

—Estrella, en el área de jóvenes están haciendo audiciones. Aprovecha esta oportunidad, porque falta mucho para las audiciones del templo general.
Sentí un llamado, un impulso que venía de Dios, y respondí:

—Está bien... lo haré.

Pero al llegar a la mesa de inscripción, la ansiedad me golpeó con fuerza. Quise darme la vuelta, abandonar la idea. Fue entonces cuando mi hermana, con firmeza y amor, me cuestionó:

—Estrella, ¿acaso el Señor te ha dado espíritu de cobardía? Él te está llamando, es tu momento.

Tomé el lápiz, escribí mi nombre en la lista y recibí las instrucciones: debía preparar dos alabanzas, una de júbilo y otra de adoración. Al salir de la sala, mi mente estaba inundada de dudas y emociones encontradas. "¿Qué acabo de hacer?", me preguntaba, mientras sentía una mezcla de miedo y anticipación. Mi hermana me sonrió y me aseguró:

—Ya verás que todo saldrá bien.

Durante las semanas siguientes, estudié con disciplina. Elegí cuidadosamente las alabanzas que sentía que podían expresar mi corazón y mi fe. La ansiedad me acompañaba en cada paso: no dormía por las noches, mi mente repetía preguntas una y otra vez: "¿Seré suficiente?" "¿Y si fallo?" "¿Y si no es mi tiempo?"

Mi tía, siempre un pilar en mi vida, me alentó aquel día con palabras que resonarían por siempre en mi corazón:

—Vas a pasar, hija. Dios te ha dado un don que será usado para su obra. No te estanques más; tu voz debe honrar al Señor.

El jueves 21 de marzo llegó. Caminé hacia el lugar de la audición con los nervios a flor de piel. Observaba a los jóvenes con instrumentos, escuchaba voces que parecían mejores que la mía, y sentí el peso de la duda. Me senté en una banca y, al levantar los ojos, vi un cielo azul perfecto, sin nubes, y un fenómeno que nadie podría creer que era eral: del cielo caía escarcha dorada y plateada, como un recordatorio de la presencia de Dios. Lloré en silencio y dije:

—Señor, que sea tu voluntad y no la mía.

Cuando llegó mi turno, entré al cuarto frente a dos personas muy experimentadas en alabanza y a la esposa del hijo del pastor. Mis pies parecían de plomo y mi corazón latía con fuerza. El pianista me preguntó qué alabanza cantaría, y respondí con firmeza:

—"Cantad a Jehová".

Cerré los ojos y dejé que mi voz fluyera. En ese instante, la ansiedad desapareció; me sentí sola en la sala, entregada completamente a Dios. Cuando terminé, me dijeron que había sido suficiente, que no era necesario cantar la segunda. Salí y recibí palabras de ánimo de otros jóvenes:

—Lo hiciste genial, soy fan de tu voz.

Mi mamá me esperaba en el auto. Entre nerviosa y feliz, le dije:

—Me fue bien... aún estoy nerviosa, me avisarán por mensaje si pasé.

El sábado 24, llegó la confirmación: había pasado las audiciones. La alegría, sin embargo, se mezcló con tristeza, porque ese mismo día falleció nuestra pastora, quien había sido mi maestra de canto y guía espiritual. Su partida dejó un vacío profundo. El velorio fue una mezcla de lágrimas y gratitud; alabanzas que ella había compuesto llenaban el lugar, mientras globos blancos ascendían al cielo, llevando nuestro amor y respeto hacia ella. Su cuerpo descansaba, pero su legado permanecía: el de servir con amor y dedicación.

Ese día comprendí que cada inicio trae consigo desafíos, alegrías y pérdidas. Mi entrada al coro no era solo un logro personal, sino un compromiso con un legado, con la continuidad de un servicio que trasciende generaciones. Aunque la tristeza y la incertidumbre me acompañaban, entendí que debía seguir adelante, honrando lo que Dios había comenzado en mi vida y la obra que otros habían sembrado antes que yo.

Servir, cantar, ser parte de esa comisión fue más que un acto de obediencia: fue una lección de entrega, de fe, de humildad y de amor. Aprendí que cada desafío es una oportunidad para crecer, que la voz que Dios me dio no solo es para mí, sino para tocar corazones, para sanar y glorificar su nombre. Ese fue, sin duda, el verdadero comienzo de mi comisión.

Hecha De Sol ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora