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Esa misma vigilia permaneció en mi memoria como un momento de doble unción

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Esa misma vigilia permaneció en mi memoria como un momento de doble unción. Una de las líderes me entregó mi primer chifón, y al recibirlo sentí algo profundo: era como si el manto de Elías se hubiese depositado sobre mí, un regalo espiritual que traía consigo la bendición y la responsabilidad de servir con el corazón abierto. Ese gesto, sencillo pero poderoso, selló el inicio de una etapa de transformación y crecimiento.

Aquella noche fue un torbellino de emociones. Los vestidores se convirtieron en un espacio de alegría y risas contenidas, casi una "locura santa" donde todos nos preparábamos con entusiasmo. Conocí a nuevos hermanos, compartimos confidencias y nos animábamos con pequeñas rutinas, mientras sorbíamos la bebida más simple y a la vez más reconfortante: un café humeante, que se transformaba en símbolo de unidad y compañerismo.

Al subir al altar, el mundo se desvaneció. Por primera vez, comprendí la magnitud del gozo que se experimenta al adorar en un espacio consagrado. Cada movimiento, cada giro del velo, cada nota cantada era un acto de entrega. Los jóvenes danzaban con sus velos como banderas de júbilo, gritando y celebrando el nombre de Dios con un fervor que traspasaba lo físico y llegaba a lo espiritual. Esa vigilia no fue solo una actividad más; fue una experiencia sensorial y emocional que quedaría grabada para siempre en mi corazón.

Con el tiempo, mi voz comenzó a transformarse. Durante los ensayos y talleres, fui conociendo mejor mi instrumento: mis cuerdas vocales. Inicialmente, como contralto, experimentaba dolor al ejecutar notas bajas, lo que me obligaba a practicar con disciplina y paciencia. Sin embargo, llegó un momento crucial: fui trasladada a la posición de soprano, la voz más aguda del registro femenino. Al alcanzar las notas altas con facilidad, comprendí que el dolor de mis cuerdas al cantar graves no era un obstáculo, sino una señal de mi propio crecimiento y evolución vocal.

Esta transición me permitió encontrar mi zona de seguridad. Mis inseguridades disminuyeron, mi confianza creció y aprendí a respirar correctamente, a usar el diafragma, a sentir la música desde el interior, no solo desde la técnica. Comprendí que la adoración no es solo un acto externo; requiere que el corazón también se rinda, que el alma reciba mientras entrega. La alabanza debía ser un puente entre el cielo y el pueblo, pero también un espacio de encuentro con Dios para mí misma.

Con el tiempo, adquirí más trajes para las presentaciones, algunos fueron regalos, otros adquiridos con esfuerzo. Cada prenda era más que tela; era un símbolo de preparación, un recordatorio tangible de la gracia y la provisión divina. Sin embargo, a pesar de la abundancia, nunca pude tenerlos todos, pues la verdadera riqueza no estaba en lo material, sino en la experiencia de servir y crecer en comunidad.

En el grupo de jóvenes existía un pequeño círculo llamado "la Argolla", compuesto por los más cercanos a los líderes. Mi espíritu nunca buscó pertenecer a ese grupo; siempre quise mantenerme humilde, aprendiendo desde mi lugar, pero consciente de que las oportunidades deben ser compartidas con todos. A veces, la exclusión y la repetición de ciertos roles creaban heridas emocionales en algunos jóvenes, enseñándome lecciones valiosas sobre liderazgo, paciencia y empatía.

Llegó julio de 2019, y con él, una etapa difícil: mis episodios de ansiedad se intensificaron. Los ataques eran más frecuentes, más intensos, y comenzaron a afectar mi desempeño cotidiano. En medio de este torbellino, decidí presentar mi examen de aptitud para la universidad y optar por la carrera de Medicina, un sueño largamente acariciado. Mientras me preparaba, me sumergí en horas de estudio, pero el día del examen, aunque la parte de Medicina fue sencilla, no logré aprobar.

Al ver los resultados, una oleada de desesperanza me invadió. Como perfeccionista, la caída fue devastadora. Las lágrimas no solo expresaban el fracaso académico, sino también la profunda lucha interna con mis expectativas y mi ansiedad. El golpe fue tan fuerte que la iglesia, mi refugio, comenzó a sentirse insegura; los ataques aparecían incluso durante los ensayos y me obligaban a retirarme, aislándome en un lugar que antes era de paz.

Recuerdo un episodio durante un retiro: estaba en el coro cuando el corazón comenzó a latir con fuerza descontrolada, la visión se oscureció y el pánico se apoderó de mí. Solo pude aferrarme a las manos de la hermana Gigi, un ángel en forma humana, usada por Dios para traer calma y protección. Su voz preguntó con amor:

—¿Hija, estás bien?

Mi respuesta fue un susurro entre sollozos:
—No... sácame de este lugar, no puedo respirar.

Me condujo a un sofá y, junto a otras dos hermanas, oró por mí. Aquella oración fue un ancla en medio de la tormenta; aunque sentí vergüenza frente a los líderes y la comunidad, comprendí que la ayuda y la compasión pueden surgir incluso en momentos de vulnerabilidad extrema.

Sin embargo, la indiferencia también me golpeó. Una joven médica, presente en el coro, minimizó mi experiencia:

—Es un simple ataque de ansiedad.

Sus palabras dejaron una herida profunda, recordándome que incluso en la comunidad cristiana, la empatía puede faltar. Sentí que mis emociones eran invalidadas, que mi lucha era invisible para algunos, y eso añadió un peso más a mi ya saturado corazón.

Poco a poco, los síntomas físicos se intensificaron: dolores de espalda, pérdida de memoria, fatiga constante. La depresión y la ansiedad no se veían desde fuera; nadie podía imaginar la lucha interna que me consumía. La sonrisa que proyectaba era una máscara, una estrella apagada detrás de la fachada de normalidad. Cada fracaso, cada meta no alcanzada, parecía confirmar los susurros del enemigo, recordándome mi aparente insuficiencia.

Fue una época de profunda introspección. No podía comprender cómo mi mente procesaba los eventos, pero aprendí que el plan de Dios es superior al mío. Los sueños que Él pone en nuestro corazón son bellos, pero los suyos son infinitamente mayores y más perfectos que los que nosotros concebimos. Cada obstáculo, cada dolor, cada lágrima tiene un propósito: preparar, purificar y transformar.

Hoy entiendo que todo lo que ocurre, incluso lo que parece pérdida, está bajo Su control. Los planes de Dios no destruyen, sino que protegen; no lastiman, sino que moldean. La perfección humana es limitada, pero la gracia divina es ilimitada. Por eso, aunque mis sueños temporales se detengan, la visión de Dios para mi vida sigue intacta, y su obra se cumplirá en mí según su tiempo perfecto.

Aprendí a confiar, a descansar, y a permitir que el Señor transforme mis heridas en sabiduría, mis tropiezos en fortaleza y mis lágrimas en perlas de esperanza.

Hecha De Sol ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora