Esta historia es para chicos y chicas que luchan con la depresión y ansiedad, pensamientos intrusivos, el auto sabotaje hacia su propia persona.
Gritos de un cuerpo atrapado en pensamientos del futuro y recordando el dolor del pasado, donde el cuerp...
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Recuerdo con nitidez la mañana del 4 de enero de 2021: un mensaje de mi líder de jóvenes que sonó a posibilidad y a responsabilidad.
—¿Podés co-dirigir el culto de hoy? —me preguntó.
Respondí con una mezcla de asombro y humor: envié un sticker que decía im-pa-kta-do. Me autorizaron a usar cualquier traje para ministrar y me indicaron que llegara al área de televisión. No era solo que mi voz fuera a ser escuchada; era la confirmación tangible de una promesa que, años atrás, había empezado a germinar en mi corazón: cantarle al Señor desde un lugar de entrega. Aquella confirmación inauguraba una nueva dimensión espiritual —una dimensión exigente, intensa y real en el mundo invisible— que no había esperado.
Al llegar a la iglesia, el equipo ya alistaba todo para el culto virtual que se emitiría por televisión y por YouTube. Confieso, querido lector, que estaba hecha un manojo de nervios; no había estado antes en primera línea delante de cámaras. Sentía, no obstante, que Dios movía tiempos y espacios a mi favor. El culto fue un éxito para ser mi primera vez: la secuencia iba en mi oído por medio de auriculares, mi voz encontró su sitio y al final, mi líder me sugirió una corrección precisa —practicar notas más bajas— consejo que acepté con humildad y que me ayudó a ganar seguridad musical. Regresé a casa exultante, cuidando un teléfono con la batería defectuosa —un pequeño acto de la precariedad humana que, sin embargo, no opacaba la alegría que me acompañaba.
La noche de ese mismo día —mientras bajaba sola por las escaleras del área de televisión, en la penumbra que antecede a toda gloria humana— sentí un empujón. Fueron manos grandes que me arrojaron hacia abajo; por un instante pensé que moriría. Caí hincada, me levanté, miré hacia atrás y no había nadie. El mundo se me vino encima: la adrenalina, el miedo, la pregunta —¿qué fue eso?—. Salí temblando, pasando por el parqueo oscuro, con un peso invisible presionando mis hombros. No sabía en ese momento que aquello sería el inicio de una batalla espiritual profunda. Le conté todo a mi madre y ella no vaciló en ponerle nombre a lo que había sucedido: —El enemigo no te quiere ver avanzar —me dijo—. Cuidado con los dardos. Tu voz tiene un don, y las potestades quieren conocer a quien está entrando en esa dimensión espiritual.
Yo, en mi sencillez, lo atribuía todo al talento natural; ella lo llamó don y profecía. Sus palabras resonaron más tarde de la manera que solo la verdad hablada por amor puede resonar: no estaba sola en el campo de batalla, y mi llamado tendría resistencia. El resto de enero fue un tejido de nuevas puertas. La ansiedad, que había sido una sombra constante, fue cediendo; Dormía mejor, y lo más curioso era que mi cuerpo parecía reflejar la sanidad que mi alma estaba experimentando: mi cabello crecía fuerte y abundante, y también mis uñas, aquellas que durante años mordí por ansiedad y que nunca lograban crecer, ahora se extendían sanas, como un signo de mi restauración interior, los sueños retomaban su color. Era como si Dios me dijera en cada detalle:
"Estoy renovando todo en ti".
El 20 de enero comencé la universidad —no la carrera que imaginé de niña— sino una licenciatura afín a mi formación técnica: Informática Administrativa en la universidad pública de San Pedro Sula. Ese mismo día lancé un emprendimiento con mi madre: Esther Shirts, una tienda de ropa de segunda mano en Instagram. Lo que había parecido una puerta cerrada se abrió de forma inesperada. Dios, en su hesed, convertía el desierto en camino fértil.
En medio de estos pasos concretos —la música, la escuela, el negocio— hubo una confirmación más profunda, una palabra que me sostuvo. Leyendo las Escrituras, el Señor puso en mi espíritu una promesa clara:
"He aquí que yo hago cosa nueva; pronto saldrá a luz; ¿no la conoceréis? / Haré camino en el desierto y ríos en la soledad." (Isaías 43:19, NTV)
Esa palabra no fue solo consuelo: fue un mandato de esperanza. Me obligó a mirar las circunstancias como el terreno donde Dios, por su misericordia fiel, preparada para hacer lo inesperado. El empujón en las escaleras, los dardos del enemigo, las manos oscuras que quisieron detenerme, todo quedó bajo la perspectiva de hesed: la fidelidad y la bondad divinas que no dependen de mi mérito ni de mi fortaleza.
Hesed en esta temporada se manifestó en tres dimensiones concretas:
•Protección visible e invisible. La mano del Padre me sostuvo cuando el peligro apareció, y me enseñó a reconocer el cuidado que no siempre se percibe en los sentidos, pero que gobierna la vida del que confía.
•Apertura de puertas prácticas. Las oportunidades educativas y laborales —la universidad, el emprendimiento, la confianza de los líderes para tomar un mando a la Hora de cantar — no fueron casualidad, sino señales de la providencia que acompaña la obediencia.
•Formación del carácter. La batalla espiritual no fue solo para probar mi fe, sino para pulir mi identidad: aprender a decir "sí" con convicción y "no" con firmeza; a poner límites; a distinguir entre reconocimiento humano y llamado divino.
Al cerrar este capítulo, la realidad es esta: la temporada de Hesed no anuló las pruebas, pero las recontextualizó. El empujón en la penumbra dejó de ser un episodio aislado para convertirse en parte del relato de cómo Dios me preparó para ministrar desde la vulnerabilidad y no desde la vana seguridad.
Aprendí que avanzar en la misión exige discernimiento, valentía y obediencia diaria. El camino que se abre desde aquí no está libre de sombras, pero ahora sé que mis pasos están guardados. La promesa de Isaías se hizo brújula: Dios está haciendo algo nuevo; mi tarea es responder con fidelidad, afinando la voz, cuidando el alma y confiando en quien nunca duerme.