El RENUEVO

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Luché todo mi primer año con ansiedad

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Luché todo mi primer año con ansiedad. La Estrella que alguna vez brilló feliz estaba cansada, abatida, agotada por un peso invisible que no se veía pero se sentía en cada respiración. Mi cuerpo reflejaba lo que mi alma sufría: bajé de peso, mi piel perdió su color, adoptando un tono enfermizo que me recordaba constantemente que algo en mí estaba roto. Miraba mis fotos y me veía verdosa, desvanecida, y el reflejo me devolvía la imagen de alguien que había dejado de existir en sí misma. Cada día era una batalla: un peso en el pecho, un nudo en la garganta, una fatiga que parecía no tener descanso. Salía afuera para llorar en silencio, sintiéndome atrapada en un mundo que nadie comprendía. Dormir era un desafío imposible. Cada noche se extendía como un túnel interminable de pensamientos, miedo y recuerdos que no encontraba cómo calmar.

En un momento de desesperación, confronté a Dios:

—Señor, tú sabes que no tengo el valor para quitarme la vida, pero tú sí puedes. Si no sirvo para nada, llévame contigo. No quiero seguir en este pozo sin salida.

Aquel año también trajo amor, aunque de una manera que el destino supo disfrazar de prueba. Conocí a un joven en la iglesia, un joven usado por Dios, cuya voz y presencia despertaron algo en mí que no sabía nombrar. Tenía dieciséis años cuando lo conocí y, desde el primer momento, sentí que algo en su mirada hablaba al mío. Durante cinco años, esperé en silencio, observando sus gestos, interpretando sus palabras y buscando señales en su manera de ser. Sentía que compartíamos emociones similares, que nuestros corazones, aunque callados, se reconocían.

Pero un día presentó a su novia. Quedé paralizada. Mi corazón dolía con cada latido y, aunque contuve mis lágrimas frente a él, llegué a casa y me encerré en el baño, llorando sin consuelo, mientras el dolor se expandía en mi pecho. Días después, viví mi primer ataque de ansiedad intenso. El miedo se volvió físico: el cuerpo temblaba, la respiración se cortaba, y sentía que el mundo se desmoronaba a mi alrededor.

Acepté que él no era para mí. Sin embargo, su novia se convirtió en una bendición inesperada. Nos acercamos como amigas; compartimos palabras, consejos, apoyo mutuo. Su confianza me permitió aprender sobre el amor genuino y la empatía. Fue un regalo que nunca imaginé que vendría envuelto en dolor.

En agosto, él le propuso matrimonio en su cumpleaños. Ver las fotos, las sonrisas, los abrazos, era como sentir que mi corazón ardía desde dentro. En diciembre contrajo matrimonio. Yo no fui invitada, y la lluvia de ese día parecía llorar junto a mí. Fue un golpe que me hundió en la depresión; no quería salir de la cama, no quería enfrentar la luz del día, ni escuchar palabras vacías de consuelo. Todo se sentía roto y terminado.

Fue entonces cuando comprendí que debía alejarme de la iglesia donde lo conocí. Regresé a mi congregación original, buscando refugio, apoyo y sanación. Dejé atrás amistades, recuerdos y expectativas. Aprendí a perdonar, a soltar, a no retener lo que no me pertenecía. La iglesia no era culpable; las personas y las circunstancias eran el desafío que necesitaba atravesar para crecer.

Mi mamá fue mi guía, aconsejándome regresar a donde sentía paz, a mi lugar de refugio. Gracias a ella, el año 2018 terminó tranquilo para mí. Fue un año marcado por una proclama profética que cambió mi perspectiva: era el año del Renuevo. Sentí la certeza de que Dios me sostenía bajo su palma, que quería verme feliz, que mi corazón, aunque quebrantado, estaba en proceso de sanación. Esa proclama fue un vaso de agua en el desierto: refrescante, esperanzadora, vital.

Pero entendí que el Renuevo no llega sin dolor. Antes de crecer, un árbol debe ser podado. Antes de florecer, sus ramas deben ser cortadas. Comprendí que muchas cosas en mi vida debían ser eliminadas: pensamientos, actitudes, recuerdos y apegos que ya no servían. La ansiedad, aunque cruel, se convirtió en un colirio divino, limpiando mis ojos y enseñándome a ver la vida con claridad.

Recordé aquel momento en que le pedí a Dios que terminara con mi vida. Él no me destruyó. Me moldeó. Cada lágrima, cada noche oscura, cada miedo, fue una lección. Su propósito no era quitarme la vida, sino enseñarme a vivir plenamente, a reconstruir mi corazón y a renacer de mis propios escombros.

El Renuevo no es un instante de luz pasajera. Es un proceso: lento, doloroso, profundo. La ansiedad, la soledad, el desamor y la pérdida fueron los instrumentos con los que Dios preparó mi carácter. Comprendí que cada sufrimiento tenía un propósito, que mi corazón debía ser podado antes de florecer, y que las lágrimas vertidas eran semillas de fortaleza, esperanza y fe.

Así terminó el año, y yo, la Estrella que alguna vez estuvo cansada y quebrada, comprendí que Dios no había terminado conmigo. Solo comenzaba Su obra, Su propósito divino, y cada prueba, cada momento de dolor, era una preparación para la mujer que estaba destinada a ser: resiliente, consciente y brillante.

Hecha De Sol ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora