XII - Picnic

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Estaba despierta. Solo había fingido dormir y en cuanto salió su niñera se acurrucó en la cama mirando por la ventana. Tal vez podría regresar a Metz y quedarse con Gertrude, la única de las monjas que la trataba bien.

Aunque no quería preocupar a Penélope. Ella era buena y la quería. Sin embargo, no podía hacer nada si Colin decidía enviarla lejos como si fuera un paquete.
Una vez había leído un cuento de niños perdidos que acababan en un mágico lugar con piratas, sirenas y hadas pequeñas y en su fantasía infantil pensó que podría hacer justamente eso, perderse y encontrar un mejor lugar donde las niñas como ella no fueran vistas como cargas y menos como "ilegítimas". La realidad era peor de lo que sabía.
Se levantó y puso los pies en el suelo antes de cambiarse la ropa y escabullirse para irse de la casa. Si su padre no la quería ahí, ella no iba a estar ahí.
Dejó una nota disculpándose solo con Penélope y Nancy, y prometiendo a Colin que no volvería a molestarlo.

Y después solo salió por los establos. Notó que su padre también salía por lo que decidió seguirlo, no pretendía hacerlo pero tal vez así podría entenderlo mejor. Subió a escondidas a la parte trasera del carruaje y se cubrió con una manta. Era como un paquete y nadie notaría nada raro. Lo vio llegar a un lugar que le resultó muy familiar. Igual a la casa de su madre en Metz, sabía exactamente dónde estaba.
Le quedaba mucho más claro cada vez.

Su padre no quería saber que ella existía.
Había sido un error. Lo siguió dentro de la casa y notó como todo era igual a lo que había vivido. Humo de cigarros, olor a ron, mujeres con trajes que revelaban sus curvas y se mostraban cariñosas con los hombres a quienes servían. Elizabeth ya había espiado antes en fiestas así, su madre las solía organizar a menudo. Espejos, palmas de seda y muchísimo licor. Jugadores de póquer y ebrios. Tenía miedo, sabía que podía pasarle algo muy malo y era mejor que saliera de ahí inmediatamente. Quienes la veían se quedaban en silencio, y al acercarse lo suficiente vio a Colin servirse un trago. El barullo reinante se fue mitigando cuando todos se dieron cuenta de la pequeña en medio del salón. —¿Qué tenemos aquí? -Alguien la había tomado del brazo y ella trató de zafarse así que gritó. Al oírla, Colin volvió su mirada y la notó. —No deberías estar aquí. 

—¡Papá!

—¿Lizzie? -Se quedó en shock de verla ahí en medio de aquel lugar, la mirada de decepción de la pequeña. —Lizzie. ¡¿Qué diablos haces aquí?! -Dejó rápido la botella y se alejó de la mujer que estaba a su lado para ir a tomar a la niña de la mano pero ella no quería ni mirarlo. 

—¡NADA! Me iba de casa.

—¿A dónde...? -Colin la sacó rápido de aquel lugar, notaba que la pequeña sufría por todo aquello y había comenzado a llorar. Salió jalándola de la mano y la subió al carruaje. —Elizabeth, no llores. Estás castigada. ¿Cómo diablos viniste a parar aquí?

—¡SUÉLTAME! ¡ME VOY A FRANCIA CON LAS MONJAS!

—¡CONTESTA COMO ME SEGUISTE!

—ME ESCONDÍ EN EL CARRUAJE! -Dijo gritándole antes de soltarse de su mano y cruzar los brazos mientras lloraba. —¡NO ME IMPORTA QUE ME CASTIGUES! ¡Y NO ME DIGAS QUE NO LLORE! ¡NI SIQUIERA TE IMPORTO, YO CREÍA QUE ME IBAS A QUERER!

—No sabía que existías. –Dijo bajando su tono de voz pero aún así mirando como ella seguía más que enojada con él. Sus expresiones eran iguales a las de Penélope aquella tarde. Había metido la pata.

—¡AHORA SÍ LO SABES Y NO TE IMPORTA!

Colin sintió como se le rompía el alma y mandó a que el carruaje se pusiera en marcha. Elizabeth no quería ni mirarlo y él tampoco quería verla. Sabía que la había decepcionado. —Elizabeth...

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