VI - La institutriz

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Penélope parecía no creer nunca lo que él decía sobre ella y eso le dolía. El siguiente año fue igual a los dos anteriores, y en el cuarto año de ella en sociedad supo que tenía que hacer algo. Ya Penélope estaba por cumplir veintitrés y pronto sería considerada una solterona, así que pensó, que como caballero, podría influir en sus amigos para que conocieran a Penélope y fue que Lord Fife accedió a visitar a su amiga algunas tardes.

Todo parecía ir estupendamente, Penélope se veía feliz y él estaba cerca vigilando que nada malo le ocurriera. Pero algo no le gustaba. Sentía un gusto amargo en las entrañas cada vez que ella estaba conversando con Lord Fife o bailando con él. Se prometió que si Penélope no recibía una propuesta, él mismo se la daría. Intentó imaginarse con ella como marido y mujer y el resultado le gustó. No sabía y mucho menos entendía a la sociedad que decía que Penélope era una mujer sin atractivos. Sí, no entraba en los cánones de belleza, pero era hermosa sin duda. Su cabello era único, rojizo y largo, de mechones ondulados y rizos perfectos. Su piel tenía pequeñas pecas, muy leves, que era como si hubiera sido salpicada con polvitos de canela. Sus mejillas un tanto regordetas pero rosadas, sus ojos azules y tenía una sonrisa que era capaz de iluminar una habitación si tan solo le ponían atención.  No había ninguna falta de simetría en sus formas, y aunque no era alta y delgada, o rubia, Penélope era una mujer preciosa.

No, casarse con ella no sería mala idea si lo pensaba bien. Él podría cuidarla, podría viajar con ella. Podrían escribir juntos incluso, pues tenían el mismo talento. Claro que sus pensamientos llenos de lujuria podrían dejarse de lado si ella no lo deseaba, pero si en algún punto ella sentía la necesidad de ser madre, él perfectamente podría ayudar con eso.

Sabía que Penélope esperaba una propuesta de Lord Fife y lo miraba con aquella cara enamorada cada vez que estaba cerca.

La propuesta no llegó nunca y en el último baile de aquella temporada, vio un grupo de hombres reírse, Colin estaba dispuesto a ir a saber porqué aquel hombre no había hecho nada aún y entonces lo supo, se estaba burlando de Penélope. La vio a ella también ahí, de reojo, y aunque la defendió y fue tras ella, hubo una negativa a su ofrecimiento. —Nunca pensé que ella dijera que no.

—Debe soltar eso, señor Bridgerton.

Pasaron cinco años desde entonces. Penélope ahora tenía veintiocho años, era oficialmente a los ojos de la sociedad una solterona. Sus opciones habían pasado de ser pocas a nulas. Así que intuyó que parte de su tristeza era debido a que sus sueños jamás cruzaron el umbral.

Bebió hasta sentirse mareado y luego alquiló un carruaje para irse a casa, debía descansar y ni siquiera sabía que hora era. Al llegar a su casa, solo se quitó la ropa y se metió a la cama. Tenía sueño, quería dormir.
Pero no logró dormir nada pues su mayordomo lo despertó cuando cerró los ojos. —Ha recibido una visita, señor.

Colin se levantó de la cama sintiendo el sueño pesado y el dolor de cabeza que le atronaba y lo hacía sentir enfermo. —¿Cuándo? ¿Qué hora es?

—Ella está aquí ahora. Son las siete de la mañana.

—¿Ella? ¿Quién es? Yo no espero a nadie.

—Una monja, señor. Una monja católica.

A pesar del dolor de cabeza, Colin no pudo evitar reírse. —¿Una monja? Frederick, yo no soy religioso, pero si la monja viene por caridad dele dinero o las cosas que no usemos. Y yo volveré a dormir.

—Creo que debe venir, señor.

—Que venga a verme una monja a cualquier hora del día es algo increíble, pero que lo haga a las siete de la mañana es ridículo, ¿Acaso espera encontrar a la gente medio dormida con la esperanza de recoger más dinero en sus colectas benéficas?

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