VIII - Unidos por la tinta

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-¿Cómo se hizo amiga de mi papá?
Penélope tenía a Lizzie abrazada en la cama después de haberle contado una historia para que durmiera, pero aquella niña tenía la energía de toda la ciudad.

-Se cayó de un caballo.

-¿De verdad? ¿Me puede contar?

-Bueno, iba caminando con mi madre por el parque, junto a tu abuela Violet y tu tía Daphne. Y yo me alejé del grupo. Estaba viendo todo lo que sucedía en Hyde Park y escuché a dos jinetes en plena carrera. Eran temerarios, iban a toda velocidad. De pronto, el viento sopló y mi sombrero salió volando y le golpeó justo en la cara a tu padre. Él se cayó de la montura directo a un charco de lodo. Me sentía apenada y salí corriendo a auxiliarlo pero él se echó a reír. No estaba molesto, ni un poco, solo se burlaba de si mismo. Me regresó mi sombrero y luego de muchas disculpas, Lady Violet me invitó al té con sus hijas. Estando en su casa me volví a disculpar pero lo encontré escribiendo, y me lo mostró. Eran los relatos de un viaje que hizo a Escocia. Fue una maravilla.

-¿Papá no tenía mal humor?

-Claro que sí, solo que no tanto como ahora. Luego comenzamos a escribirnos. Él viajaba y me enviaba cartas. Los sobres llegaban una vez a la semana los días jueves. Tengo una carta que seguro amarías.

-Pero dijo que las cartas son privadas.

-Lo son. -Dijo acurrucándola más contra ella. -pero se pueden compartir...

Penélope se acordaba de cada palabra de cada una de las cartas. -Entonces si quiero oírlas.

-Espérame. La voy a buscar. -Tras darle un beso en la mejilla, se bajó de la cama y corrió a su habitación. En cuánto consiguió la carta la llevó hasta Lizzie y la volvió a abrazar. -Esto es de Escocia.

Las Highlands son curiosamente castañas

Uno habría pensado, al menos uno de Inglaterra, que las montañas y valles serían de un exquisito color verde esmeralda. Al fin y al cabo, Escocia se encuentra en la misma isla y, a decir de todos, padece las mismas lluvias que atormentan a Inglaterra.

Me han dicho que a estos extraños cerros color beige se los llama «mesetas», y son tristes, castaños y desiertos. Y, sin embargo, conmueven el alma.

En cuanto al pueblo, los escoceses detestan a los ingleses, y muchos dirían que con toda razón. Pero individualmente son muy cálidos y amistosos, deseosos de ofrecer un vaso de whisky, una comida caliente o un lugar abrigado para dormir. Un grupo de ingleses o, la verdad sea dicha, cualquier inglés que vista cualquier tipo de uniforme, no encuentra una calurosa bienvenida en un pueblo escocés. Pero si un inglés solitario va caminando por su calle principal, la gente de la localidad lo saluda con los brazos abiertos y anchas sonrisas.

Eso fue lo que me ocurrió cuando estuve en Inveraray, a la orilla del Loch Fyne. Pulcra ciudad, bien planificada, que diseñó Robert Adam cuando el duque de Argyll decidió trasladar a toda la aldea para dar cabida a su nuevo castillo, está situada al borde del agua, sus casas encaladas en ordenadas hileras que se cruzan en ángulo recto (sin lugar a dudas, una existencia extrañamente ordenada para uno como yo, criado en medio de las tortuosas intersecciones de Londres).

Estaba tomando mi comida de la tarde en el George Hotel, disfrutando de un buen whisky en lugar de la habitual cerveza que uno podría beber en un establecimiento similar en Inglaterra, cuando caí en la cuenta de que no tenía idea sobre cómo llegar a mi siguiente destino, ni de cuánto tiempo tardaría en llegar ahí. Me acerqué al dueño (un tal señor Clark), le expliqué mi intención de visitar el castillo Blair, y luego no pude hacer otra cosa que pestañear maravillado y desconcertado cuando el resto de los ocupantes de la posada intervinieron inesperadamente ofreciendo consejos.

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