Prólogo

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Bianca


Hasta hace un rato, todo iba más que bien.

No tardó en ponerse peor.

Agustín está arriba mío. Después de lo que para mí fueron cinco minutos, me da la vuelta y me agarra de las caderas, con ambas rodillas descansando en el borde de la cama. Un tanto bruscamente, entonces, oprime mi espalda, obligándome a recostar el esternón contra el colchón. Lo único que queda bien erguido es mi cola. Se coloca detrás de mí. No entiendo qué es lo que quiere hacer.

Me pega una cachetada en la nalga. Duele.

Me dice cosas sucias, muy sucias, cosas que ninguna mujer debería escuchar. Habla de ciertas partes de mi cuerpo como si describiera cortes de carne en un matadero. Comienzo a sentirme incómoda ante sus palabras obscenas. Estoy completamente desnuda, vulnerable.

―¿Sabías que la mejor parte de tu cuerpo es tu cola? Mamita, qué culo... ¿Me lo vas a dar, no?

Sujeta mis muñecas bien fuerte mientras se adentra en mí una y otra vez, chocándose contra mis huesos, rompiéndome desde lo más hondo de mi cavidad. No me avisa que va a penetrarme: va y lo hace, ya soy suya por completo, a su entender. Me sorprende, porque hacía unos minutos, en su primer intento de tener relaciones conmigo, sí me había pedido consentimiento. Es que sólo hace falta uno, ¿no? El inicial, y todo lo que pase después queda permitido. Me encarcela entre sus dedos. Aprieto los párpados. Siento cómo cosquillea más y más con cada nalgada. Quema. Arde. Dejo de sentir la piel. Le pido que pare, con una voz suave que él no parece escuchar.

Mentira: sí escucha, pero no le importa.

No va a parar hasta que acabe.

Repite mil veces lo mismo, que me va a llenar el orto de leche. Es asqueroso, y no me gusta para nada. Está hablando como habla con sus amigos pelotudos del club. Quiero parar.

Quiero parar.

Me alivio momentáneamente cuando saca su miembro. Pienso que por fin se termina la angustia. Si pudiera volver el tiempo atrás y revertir esta primera vez, lo haría, porque no tuve la oportunidad de elegir nada. Es raro, pero en lo primero que pienso ahora es en mi mamá. Qué diría de mí si me viera en estas circunstancias, ¿pensaría que soy una puta, o me ayudaría acaso?

El llanto se apodera de todo mi cuerpo, y no sólo por imaginarme su cara de decepción. Agustín, mi novio, el chico lindo con ojos verdes, mete su pene en mi orificio de arriba. Está tan cerrado y tan seco que me produce un ardor muy insufrible. Nunca había sido tocado.

Yo tampoco, hasta esta noche, había sido tocada por que estoy toda manoseada, toda usada.

Ya no sirvo.

¡Pará, Agus! ¡Agustín, pará, pará, por favor!

No lo hace; al contrario, sigue más rápido, más fuerte. Lloro más fuerte, más ruidosamente. Es al pedo que grite, porque va a pensar que me gusta lo que me está haciendo, y no voy a poder alertar a nadie. Estoy sola en esta casa ajena, sola con este pibe que pensé que me quería. El dolor que siento es inexplicable. ¿Cómo voy a contarle a mi vieja? ¿Cómo decirle que tengo que ir a un hospital, que voy a estar descompuesta por meses? Puede que hasta sufra hemorroides después de esto.

Pensar en la sangre, en mis vísceras, es toda una imagen vomitiva. Por un lado me culpo a mí misma, ¿por qué no? Si yo me traje acá. Si yo confié en él.

¿Qué iba a saber?

Si sólo tengo diecisiete años.

Por favor, esto tiene que terminar. Por favor, quiero ver a un médico. Quiero estar de vuelta en casa. Quiero que esto sea sólo un mal sueño.

Con la cara envuelta en el edredón, asfixiada, grito en mi cabeza. Me llamo a mí misma, buscándome en medio del caos.

¡Bianca, despertate!

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Bautista


Abro los ojos ahogando un grito.

Acabo de tener una pesadilla horrible, aunque recurrente. La vengo teniendo desde hace meses; algunos días sí, otros no.

Soñé que mi mamá se moría.

La soñé pálida, casi azulada, sin brillo en las pupilas y sin carne en los cachetes. Yo la veía morir y corría por los pasillos del hospital, buscando a algún médico que me ayudase. No había ninguno: en realidad, no había nadie. No estaba Renato, ni la familia. Estaba solo con ella: tenía que encargarme yo del cuerpo. La agarré, no sé cómo, pero la alcé, y me la llevé afuera.

Yo la enterré, para no volver a verla nunca más.

Juro que me desperté pensando que tenía tierra en las manos: las siento toscas, cubiertas de polvo, aunque sé que es imposible. A mi alrededor las cosas están como siempre, la pieza sigue en orden y oscura, a excepción de la luz de luna que entra por la ventana. Por debajo de la puerta se mete una luz amarilla.

Hay alguien en el baño, o se olvidaron de apagar las luces.

Me levanto y abro la puerta entrecerrando los ojos para que no me duelan. Escucho ruidos: litros de algo cayendo sobre el inodoro, alguien luchando contra la fuerza de sus tripas.

Mamá está arrodillada, con el cuello apoyado en la tapa, un poco manchada de líquido amarronado. Le toco la espalda, como siempre. Le sujeto los pocos mechones que le quedan en el costado de la cabeza.

―Ay, hijito, perdón, ¿te desperté? Me olvidé de cerrar la puerta.

No es que no lo hubiera recordado: es que de seguro las ganas de largar todo fueron más fuertes de lo que podía soportar.

Toce fuerte un par de veces y trata de erguirse para tirar de la cadena: no puede, está muy débil. La ayudo a levantarse y a apretar el botón metálico.

―Yo lo limpio, dejá.

Tenemos todos los productos de limpieza en el baño ya dispuestos para esta situación. Últimamente viene vomitando casi todos los días.

Agarro un trapo amarillo y lo mojo en lavandina.

―Andá a dormir vos. Vamos, que mañana tenés que rendir.

―Estoy bien, ma. En serio.

―Ya sé que estás bien. Si vos sabés todo. Sos una luz.

Me cuesta mirarla a los ojos, pero sé que tengo que hacerlo. Algún día ya no lo voy a poder hacer más. Es que me cuesta verle las ojeras moradas, el pañuelito floreado en la cabeza, la sonrisa cada vez más ancha a los costados porque su piel pierde grosor. Se le notan todos los huesos, es un desastre.

Es un desastre que tenga menos de cincuenta años y ya se tenga que ir.

Aguanto el llanto.

―¿Llamo a Renato?

―No, dejalo dormir. Hoy vino recansado de trabajar. Todo sea por el ascenso.

―Todo sea por el ascenso -repito.

―Está re cerca ya de conseguirlo. ¿Y sabés lo que nos va a ayudar eso? Vamos a estar rebién, pichón.

Lo que quiere decir es que yo voy a estar bien. Ya se desvanece el nosotros.

―Me voy a dormir.

―Dale. Tratá de descansar. -Sonrío. Paso el paño sobre la porcelana blanca.

―Hasta mañana, pichoncito de mamá.

Me da un besote en la punta de la cabeza. Duele como nunca en la vida, incluso si es el tacto de sus suaves labios.

Nada me hiere más como escuchar que me prometa un "hasta mañana" que puede no ser.

Ni ella ni yo tenemos el poder de saber esas cosas.

Verte a través del cristal [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora