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Bianca


Estoy tan nerviosa que apenas puedo digerir algo. ¡Estoy reperdida con esta materia del ojete! La detesto. La detesto, la detesto, la detesto.

―¿Bianquita?

Ese apodo sólo puede provenir de alguien, de alguien con una voz que tranquiliza hasta al más tenso de los tensos.

Levanto la cabeza. Como tenía la nariz metida en el manual de estudio, no podía ver nada mi alrededor.

―Rinaldi. –Esto de ponernos apodos divertidos me parece genial.

―¿Estás bien?

Lo veo cargando una bandeja de plástico con una milanesa y una mezcla de ensaladas, y la botella de agua infaltable en la otra mano. Significa que al fin es mi momento de tomarme un descanso.

Ahora almorzamos juntos. A mí se me ocurrió esa idea puesto que no lo veía comer antes. Pasaron dos semanas desde que volvió a la oficina después de su crisis nerviosa. No estuvo durmiendo bien: me había contado de sus pesadillas recurrentes, de esas voces que le decían que era un bueno para nada y que iba a ser un fracaso para la compañía, todo eso después de ese discurso en el hotel. Me dijo que estuvo yendo a la psicóloga. Se le ve la piel con mejor color y con menos ojeras.

De todas formas, cree que lo que verdaderamente le hace bien soy yo, no sólo las sesiones de terapia.

―Hoy tengo examen –le aviso, apoyando mi táper en la mesita redonda de su oficina. Como siempre, me traigo la silla de su escritorio, y agarro su taza (o mejor dicho, mi taza) para servirme Coca.

―¿De qué?

―De Tributario.

Uff. Hermosa materia.

―¿Ves? Por eso sos un rarito.

Boludearlo ya no es lo mismo, pero no lo pienso en el mal sentido. Estar con él en la oficina en sí ya no es lo mismo. Cada vez que huelo su desodorante, más que fantasear con posibilidades, fantaseo con recuerdos. Fantaseo con las veces que lamí su cuello y que tragué su sabor amargo; las veces que besé su pecho y su abdomen, y descendí hacia su parte más íntima. Me caliento hasta el punto de querer encerrarme con él en el baño por una hora, o dos.

De seguro él piensa lo mismo. Cada tanto lo engancho mirándome de forma provocativa a través de la pared de vidrio.

Los demás notan que nos llevamos mejor, que estamos juntos todo el tiempo. Para no generar demasiado chisme, también pasamos el rato con ellos. Sin embargo, los almuerzos suelen ser un momento nuestro. Después de todo, no nos vemos mucho durante el día.

―Me hubieras pedido apuntes.

―Me va a ir muy mal –me quejo, tapándome la cara con vergüenza.

―Porque no me pediste apuntes.

―¡Bautista!

Se ríe. Hago una bolita con el papel de la pajita que me dieron en el kiosco. Lo mojo con saliva y se lo tiro en la cara como catapulta. Se lo dejo pegado en el pelo. Se lo saca con dificultad, y con cara de asqueado.

―¿A qué hora rendís?

―A las siete y media.

―O sea, de siete y media a nueve.

Verte a través del cristal [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora