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Bianca


No hace falta ni que toque el timbre: mamá ya está ahí, en el umbral de la puerta, esperándome. La excusa es que estaba regando las plantas de la entrada, cuando sabemos que llovió anteayer. Me da un abrazo de oso muy largo, de esos que a mí, por alguna razón inconsciente, me traen esa presión en el pecho que me hace querer llorar.

Volver a la casa donde crecí, incluso habiéndome mudado hace poco, me genera nostalgia por el ayer. Mi infancia feliz con Juli aconteció en estos pisos de baldosa, al igual que mi adolescencia turbulenta. Estas plantas colgadas en las ventanas, este pasillo abierto, esta casa chorizo antigua me ha visto emocionarme más que cualquiera.

De ahí debe radicar su encanto, ¿no? Que carga historias de vida, por cada huésped que pasa las noches bajo su techo.

Hoy está lindo para sentarse afuera. Mamá lleva el mate y las facturas a la mesita de metal. Se limpia las migas que le quedaron en los dedos en su vestido floreado.

―Bueno, ¡contame! No, esperá, dejame verte bien primero la pierna. A ver qué te hicieron, mi morenita.

La extiendo para ella. Ya no es necesario que use una venda, porque sólo me quedan unos raspones que se irán con cremas y buena higiene. Estoy usando pantalones de tela blanda para que no me raspe la piel.

―¡Válgame! ¡Qué desastre!

―Pateé a un chabón en los huevos.

―¡¿Qué?!


―Sí, me estaba apuntando con un arma. Zafé dejándolo cojo de por vida.

Eleva los párpados. Tiene los ojos tan grandes y saltones que cuando hacía el mismo gesto, de chiquita me daba miedo, pensando que se le iban a caer los ojos.

―Yo después de escuchar en la tele todo sobre esa empresa... No sé, Bianquita... Me da mucho miedo.

―A mí también, tranquila. Estoy aprovechando estas semanas que no voy a la oficina para pensar.

―Vos sabés que van a dejar que te quedes a vivir con ellas. No te echan –sugiere mamá, haciendo referencia a mi hermana y Cayetana.

―Lo sé, es que... es su nidito de amor ahora. Es horrible que haya una tercera ahí, molestando. Es bastante... incómodo a veces.

Se ríe, sirviéndose mate. Toda la vida le presté atención a sus manos. La mayoría de las mujeres de su edad las tienen largas, suaves, con dedos finos; ella ya tiene signos de artrosis, sus dedos parecen ramas de árbol, por haber trabajado muchos años como empleada doméstica.

En su juventud le hacían hacer trabajos muy discutibles. Una vez la hicieron limpiar cañerías con ácido. Ahora su piel se ve intacta, pero no fue así siempre.

―Podrías venir acá, también. Yo te sigo extrañando, eh. –Me tironea el cachete.

No lo creo posible: son demasiados recuerdos. Ya de por sí me impacienta tener que ir al baño, mirarme en el espejo donde tantas veces me vi llorar.

Es complicado.

―Sigo buscando. Tengo algunos departamentos en mente.

Deja de sonreír.

―Si necesitás ayuda...

―Ya sé, ma.

Nunca quise molestarla con el tema de la plata. Las dos la luchamos de igual manera.

Verte a través del cristal [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora