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12 de abril de 1912

3 días antes de...


—¿Seguro que te encuentras bien? —me pregunta Irene por quinta vez esta mañana.

—Seguro, señorita Irene -En realidad no me encuentro bien y sé que se me nota. Anoche al fin me dormí, aunque no profundamente ni tampoco mucho tiempo, y casi se me paró el corazón cuando oí entrar a SoMin. Si sigo mucho más tiempo sin comer ni dormir como Dios manda, YongGuk no tendrá necesidad de matarme, me moriré antes de arribar a puerto. De acuerdo, estoy exagerando un poco; no es como si nunca hubiera trabajado sin descansar o comer como es debido. Pero estoy pálido, e Irene, cómo es lógico, lo ha notado. Está sentada en una hamaca, sujetándose con la mano la ancha ala del sombrero de paja. Lady Suzy le está haciendo la pelota a la condesa Kim o a lady Jeongyeon o a alguien parecido. Vernon probablemente esté jugando a las cartas con YongGuk. Tanto lady Suzy como Vernon preferirían que Irene se dedicara a establecer buenos contactos con la nobleza o a buscar la protección de hombres interesados, en lugar de eso, está leyendo un libro que ha sacado de la biblioteca del barco.

—Oye, Jungkook —dice —hoy es tu tarde libre, ¿verdad? ¿Por qué no empiezas ya? -Pensaba que aún tardaría una hora en despacharme.

—¿Está segura, señorita Irene?

—Completamente. Solo dile a Tae que venga a buscarme a la hora del almuerzo —Me sonríe desde la hamaca, feliz de poder quedarse sola. Caigo en la cuenta de que es un regalo para los dos.

—Gracias, señorita —Hago una ligera reverencia y regreso a mi camarote. La idea de regresar solo me inquieta, pero seguro que YongGuk no espera que esté libre en estos momentos. Además, el barco está bullicioso y animado. Los pasajeros de primera clase son todo elegancia y refinamiento, la cubierta semeja un desfile de moda; tercera clase, cuando llego, hierve de vida. Se diría que todos los padres a bordo del barco han sacado a su prole a disfrutar de un poco de sol. Cuando llego a mi camarote, unas niñas pasan corriendo por mi lado, una de ellas con una muñeca que tiene la mitad de su tamaño. SoMin no está en el camarote, pero la pareja noruega sí. Sentados en una de las camas inferiores, están mirando un viejo álbum de recortes. Intercambiamos la sonrisa cordial y obtusa que hemos adoptado como principal forma de comunicación, y pongo manos a la obra. Nada de uniformes durante unas pocas horas dichosas. Busco en mi bolsa lo que había pensado ponerme hoy, que es lo que acostumbro vestir en mis tardes libres: un sencillo chaleco azul, hecho por mí, de botones y lo bastante suelto para evitar que mi padre me tachara de hombre pecador camino de seguir los deplorables pasos de mi hermana; ideal para pasear por la cubierta de tercera clase. Pero ahora estaré en primera; con Jimin. No llamaría la atención por mi vestido, pero no quiero ponérmelo. Hurgo en la bolsa hasta que mis dedos tocan un trozo de encaje. Una de las pocas ventajas de ser sirviente es que a veces puedes quedarte las prendas que tus señores ya no quieren. Guardo unos viejos guantes de piel de Irene, de color cereza, aunque tengan las yemas y las palmas gastadas. Fue ella también quien me regaló mi grueso abrigo, cuando pasó de moda; poco importa eso en pleno enero. Y hace unos meses lady Suzy decidió que el traje de encaje que ahora sostengo en mis manos no era la clase de prenda con la que quería que fuera visto su hijo. Pero lady Suzy y yo tenemos una idea muy diferente de la elegancia. El chaleco ceñido es de color rosa pálido. La transparencia de la camisa de manta es blanca, y resalta con el pantalón oscuro, de manera que el contraste marca mejor la silueta. La transparencia de la camisa envuelve las finas mangas, que terminan justo debajo del codo, suavizando los contornos pero dejando a la vista los resultados de tantos años acarreando cubetas de agua y material pesado. Cintura estrecha para ser un hombre con las venas de los brazos marcadas, y una altura lo bastante alta para atraer las miradas, pero no tanto como para provocar comentarios. Es un traje muy bonito y solo me lo he puesto una vez, el día que me lo probé en mi desván para ver cómo me quedaba. Solo tenía que alargar el bajo y por suerte había suficiente tela en el dobladillo para hacerlo. Si me lo quedé fue, sobre todo, porque pensaba que era demasiado bonito para tirarlo; jamás imaginé que algún día se me presentaría la oportunidad de lucirlo. ¿Me atrevo a vestirlo en cubierta? ¿Me atrevo a mostrarme por primera vez como algo más que un sirviente? Sí, decido al fin. Me atrevo. Pero lo primero es lo primero. Me llevo un peine al pelo y le presto toda mi atención. Generalmente lo escondo bajo el gorro de hilo, porque con eso en la cabeza no tiene sentido esmerarse demasiado. Pero ahora que llevo un tiempo peinando a Irene conozco bien mi trabajo. No es lo mismo peinarme a mí mismo guiándome por el tacto que a otra persona guiándome por la vista. Me peino los rizos y aparto el flequillo del lado derecho con ligeramente más cabello. Ahora la cara. La mayoría de los hombres no se pintan, únicamente los prostitutos y los actores lo hacen, pero eso no significa que no existan algunos trucos. Esta mañana he tomado prestados, «subrepticiamente», un par de papeles rosa de Irene, como unas hojas con polvos secantes que atenúan el brillo de la piel. Los polvos están ligeramente teñidos de rosa para dar un poco de color. Me paso uno de los papeles por la nariz, el mentón y la frente hasta perder la palidez y me miro en el ojo de buey. Probablemente mi sonrisa haya contribuido a mejorar mi aspecto. No poseo calzado adecuado, pero los zapatos negros de trabajo hacen su efecto. Me visto y ahora solo me queda abrocharme los botones. No resulta fácil porque son demasiado pequeños, pero generalmente me apaño. La mujer noruega se levanta y se ofrece a abrocharme el chaleco. Las manos le tiemblan un poco por los años, le sonrío por encima del hombro y digo «Gracias». Aunque no comprende la palabra, seguro que comprende la intención. Asiente con la cabeza. El hombre hurga en su bolsa y saca un pañuelo de encaje cerrado con un nudo. Lo abre y me muestra la que debe de ser su posesión más valiosa: un precioso reloj de pulsera. Hasta lady Suzy los contemplaría con envida; lo acerca a mi muñeca y asiente —¡Oh, no podría! -Pero insisten y me lo pone. En mi vida he lucido una joya, y aún menos algo tan delicado. Tiene un diseño muy anticuado; probablemente ha pasado por varias generaciones. Así y todo, creo que me gusta más su estilo sencillo que los recargados pendientes que hacen furor hoy día. Su peso en la muñeca se me hace extraño, aunque por otro lado, me emociona. Cuando suba a primera clase pareceré uno más. De repente me invade un sentimiento de desafío. La habitación no tiene espejo, pero tampoco lo necesito. Sé cuál es mi aspecto por los rostros sonrientes de los ancianos —Gracias —susurro de nuevo. Del bolsillo de mi uniforme saco la bolsa de fieltro con mis ahorros y la coloco en las manos del hombre que me ha prestado el reloj. Es mi manera de decirle: «Usted me ha confiado su objeto más preciado y ahora yo le confío el mío». Y sé que lo entiende. Cuando entro en el ascensor para subir a primera clase el ascensorista me mira boquiabierto. Veo claramente que le gustaría preguntarme sobre mi transformación, pero se contiene; hasta el hecho de aparentar riqueza hace que la gente te trate de manera diferente, pienso. Dicha impresión queda confirmada cuando salgo a la gran escalera. Lo he hecho otras veces, caminando detrás de Irene o lady Suzy, pero entonces vestía mi uniforme de sirviente y era, por tanto, invisible. Ahora soy yo y la gente repara en mí. Los ojos de los hombres observan con detenimiento el moderno traje y el reloj. Sé que están preguntándose quién soy y por qué no han reparado antes en mí, e intentando relacionarme con alguna distinguida familia. Los ojos de las mujeres son otra cosa. Antes me ignoraban o me examinaban como quien examina un trozo de carne, su mirada es ahora menos grosera y, al mismo tiempo, más ávida, pues me creen poseedor de un título o una fortuna acorde con mi belleza. Si no hubiera visto el otro lado me habría dejado impresionar. Los murmullos me siguen hasta la escalera. Cuando llego al pie de los escalones, una de las puertas de la cubierta se abre y Jimin entra. Viste un traje de color gris claro tan bellamente entallado como los otros que posee. La brisa del mar le alborota los rizos. Me busca por el vestíbulo con la mirada y tarda un instante en reconocer al elegante chico que camina hacia él, pero me doy cuenta del momento en que lo hace. Más que verme, es como si algo le sucediera. Parte de su soledad se desvanece. Sea lo que sea, a mí también me sucede. El cambio en mí va más allá de mi atuendo. Cuando estoy con Jimin soy alguien nuevo, estoy más cerca de la persona que siempre he querido ser. El espacio entre nosotros se reduce y no solo porque estemos caminando el uno hacia el otro.

TENEBROSA AQUA   ✧ JIKOOK ✧Donde viven las historias. Descúbrelo ahora