LYON, SEPTIEMBRE DE 1889
Christopher Bang está de vacaciones en Francia. En otoño siempre suele ir de vacaciones a ese país, pues es un gran amante de los vinos. Elige una región y se pasa una o tal vez dos semanas vagando por el campo, visitando viñedos y comprando botellas de vino añejo que luego envía a Múnich.
Ha trabado amistad con varios productores de vino franceses y a muchos de ellos les ha construido relojes. Durante este viaje en concreto, visita a uno de esos productores para presentarle sus respetos y hacer una cata de la última cosecha.
Mientras toman una copa de Burdeos, el productor de vino le comenta a Christopher que ha llegado un circo a la ciudad y que tal vez le gustaría verlo. Se ha instalado a unos pocos kilómetros de allí y se trata de un circo bastante insólito, ya que sólo abre de noche.
El productor de vino cree que lo que podría interesar a Christopher de ese circo es el reloj, un recargado reloj blanco y negro que se halla al otro lado de las puertas.
—Me recuerda su trabajo —dice el productor de vino, señalando con su copa un reloj que cuelga de la pared, encima de la barra. Tiene forma de racimo de uva que cae dentro de una botella que, a su vez, se va llenando de vino a medida que las manecillas de la etiqueta (una réplica exacta de la etiqueta del viñedo) van contando los segundos.
Christopher Bang siente curiosidad y, después de cenar temprano, se pone el sombrero y los guantes y se encamina más o menos en la dirección que le ha indicado su amigo, el productor de vino. No le resulta difícil ubicar su objetivo, pues son muchos los lugareños que caminan en la misma dirección. Una vez que dejan atrás la ciudad y se adentran en los campos, es imposible no ver el circo.
Resplandece. Ésa es, al menos, la primera impresión que se hace Christopher Bang de Le Cirque des Rêves, visto a casi un kilómetro de distancia y sin ni siquiera saber aún cómo se llama. Se dirige hacia él cruzando los campos franceses en una noche gélida, como una mariposa atraída por la luz.
Ya se ha congregado una considerable multitud cuando Christopher finalmente llega a las puertas. Independientemente del gentío, habría vislumbrado de inmediato su reloj, incluso aunque nadie le hubiera dicho dónde se hallaba. Se alza, imponente, delante de la taquilla, justo al otro lado de las puertas de hierro. Está a punto de dar las siete y Christopher se queda atrás para no perderse ese instante. La cola de la taquilla pasa frente a él mientras el arlequín malabarista saca una séptima bola de la nada, el dragón sacude la cola y el reloj da siete discretas campanadas, que casi no se oyen entre el alboroto del circo.
Christopher está encantado. Al parecer, el reloj funciona perfectamente y es obvio que lo cuidan bien, aunque se halle a merced de los elementos. Se pregunta si tal vez se podría utilizar un barniz más resistente y piensa que ojalá le hubieran informado, cuando aún lo estaba construyendo, de que el reloj era para uso exterior, aunque no parece que eso le haya afectado mucho. Mientras sigue haciendo cola, no aparta los ojos del reloj y se pregunta si debería ponerse en contacto con el señor Min-ho para comentarle esa cuestión… si es que aún conserva la dirección londinense en sus archivos de Múnich.
Cuando le llega el turno, le entrega la cantidad adecuada de francos a la taquillera, una joven ataviada con un vestido negro y largos guantes blancos, que más bien parece haberse arreglado para una elegante velada en la ópera que para vender entradas en la taquilla de un circo. Mientras ella le entrega la entrada, Christopher Bang le pregunta —primero en francés y luego, al ver que ella no le entiende, en inglés— si por casualidad sabe con quién debería hablar acerca del reloj. La joven no contesta, pero se le ilumina la mirada cuando Christopher se presenta como el constructor del artilugio. Le devuelve los francos con la entrada, a pesar de las protestas del relojero alemán, y tras rebuscar durante unos segundos en una pequeña caja, encuentra una tarjeta de visita que también le entrega.
Christopher le da las gracias, abandona la cola y se aparta a un lado para echarle un vistazo a la tarjeta. Se trata de una tarjeta de buena calidad, impresa en papel grueso. Sobre fondo negro, en letras plateadas, se lee lo siguiente:
“LE CIRQUE DES RÊVES”
Jung Hoseok propietario
En el dorso de la tarjeta figura una dirección de Londres. Christopher se guarda la tarjeta en el bolsillo del abrigo, junto con la entrada y los francos que se ha ahorrado, y se adentra por vez primera en el circo.
Al principio, se limita a deambular por el recinto, estudiando con tranquilidad el extraño hogar de su reloj Wunschtraum. Tal vez debido a que se pasó meses enteros absorto en la construcción del reloj en sí, el circo le resulta familiar, acogedor. El colorido monocromo, los interminables círculos de los senderos, que recuerdan el engranaje del reloj… A Christopher le sorprende lo bien que encaja el reloj en el circo y lo bien que encaja el circo en el reloj.
Esa primera noche sólo visita algunas de las carpas: se detiene a observar los números de los tragafuegos y las danzas de espadas y a probar un excelente eiswein en una tienda que se anuncia como «BAR, SÓLO ADULTOS». Cuando se interesa por el vino, el camarero (la única persona que, por lo que ha visto Christopher hasta entonces, responde cuando le hablan, aunque sea de forma escueta) le dice que se trata de un vino canadiense y le anota la cosecha.
Cuando Christopher finalmente abandona el circo, impulsado únicamente por el agotamiento, está total y absolutamente fascinado. Lo visita dos veces más antes de volver a Múnich, y paga la entrada en ambas ocasiones.
Al volver a su hogar, le escribe una carta al señor Jung en la que le da las gracias por ofrecer a su reloj tan maravilloso hogar y por la experiencia del circo en sí. Luego dedica cuantiosos elogios al espectáculo y dice que, aunque ya ha deducido que no sigue ningún itinerario concreto, desea fervientemente que visite Alemania.
Unas cuantas semanas más tarde recibe una carta del ayudante de monsieur Jung en la que se afirma que éste agradece profundamente los elogios de Christopher, sobre todo porque proceden de un artista de gran talento. En la carta se habla muy bien del reloj y se menciona que, en caso de surgir algún problema, se contactará de inmediato con Christopher Bang.
La carta no menciona nada acerca del lugar en el que está instalado el circo, ni tampoco sobre una posible visita a Alemania, para decepción de Christopher.
Piensa a menudo en el circo, sobre todo cuando trabaja, y ese hecho empieza a influir en su obra. Muchos de sus relojes nuevos son blancos y negros, algunos de ellos a rayas, y muchos reproducen escenas circenses: diminutos acróbatas, leopardos de las nieves en miniatura y una adivina que destapa minúsculas cartas del tarot al dar el reloj la hora.
Y, sin embargo, Christopher siempre teme que esos tributos en forma de reloj no le hagan justicia al circo.
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The Night Circus |•ᴬᴰ°ᵀᴷ
FantasyEl circo llega sin avisar. No viene precedido de ningún anuncio, no se cuelga cartel alguno en los postes o vallas publicitarias del centro, ni tampoco aparecen notas ni menciones en los periódicos locales. Sencillamente está ahí, en un sitio en el ...