Introducción

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Octubre, 2010


El atardecer llegó plomizo y con anuncio de tormenta. Detrás del ventanal de «El Imperio», un inspector de policía le dio un tarascón a su pizza. Afuera, los vendedores ofrecían a gritos sus mercancías desplazándose entre los autos detenidos por el semáforo, algunos paraguas se alistaban para abrirse en cualquier momento, los transeúntes apuraban sus pasos.

El ruido de la calle se amortiguaba con la discreta música ambiente del local hasta que la doble puerta batía sus hojas de madera con vidrio y bronce para dejar entrar el silbido ondulante de alguna ambulancia, un bocinazo, la aceleración de un colectivo. 

En el lado contrario de la mesa, Iván Carreras, un novato de inteligentes ojos cafés y compañero obligado del inspector, limpió su boca con una servilleta antes de hablar.

—¿Lloverá? —preguntó, inclinándose hacia el vidrio para observar el cielo encapotado.

—Espero que sí, así limpia; a ver si de una vez por todas sale el sol.

—Parece que la primavera no se enteró que tenía que venir, ¿no?

El inspector sonrió. Le caía bien el chico. Era agudo e ingenioso, tenía buen humor y poseía una educación que destacaba sobre el resto. Era deductivo, apasionado, obediente con pensamiento propio. Se lo habían asignado como ayudante y lo veía ansioso por colaborar, pero no era tiempo de enviarlo a las calles. El tipo de investigación que realizaba solía tornarse peligroso y su último caso lo había colocado en una posición difícil. No quería exponerlo todavía. Prefirió relegarlo a un escritorio por un tiempo, con la promesa de que, en cuanto el juez dictara sentencia, lo involucraría en la siguiente pesquisa. Le entusiasmaba la idea de oficiarle de mentor. El chico aprendía rápido y no ocultaba la admiración que le tenía.

—No olvides que detrás de la primavera, viene el verano —dijo con el vaso de Coca Cola en la mano—, si no podés hacerte un viajecito a la costa, te tenés que fumar los cuarenta grados a la sombra en Buenos Aires. Y eso, mi amigo, ¡es insoportable!

—Es muy cierto, pero a mí me gusta el calor.

—Yo lo odio. ¿Vas a comer algo más?

—No, gracias. ¿Tiene guardia hoy?

—Sí —confirmó en medio de un suspiro al tiempo que levantaba la mano para llamar al camarero—. Vos ya podés ir a tu casa y disfrutar el finde. ¿Te llevo?

—Si no le molesta el desvío...

—Para nada.

Caían las primeras gotas, grandes como guijarros. Caminaron con rapidez los pocos pasos hasta la línea de cebra y esperaron la luz de corte. En cuanto los vehículos frenaron, se lanzaron a cruzar bajo una lluvia que, en pocos segundos, se había tornado virulenta y espesa.

Corrieron. Iván escuchó el estruendo de un motor que aceleró y un chirrido de ruedas. Sintió un empujón, tropezó con el cordón de la vereda y cayó de bruces. Todo se llenó de gritos. Se tomó la cabeza con fastidio y giró sobre sí mismo para comprobar si el inspector estaba bien. El temor se le pintó en el rostro cuando no lo halló en las cercanías. Entonces vio el horror: un vehículo oscuro lo arrastraba entre las ruedas sobre la calle encharcada. Los alaridos arañaron el asfalto en medio de una estela roja que se diluía en el agua y serpenteaba con velocidad hasta perderse en la oscuridad de las alcantarillas. 

La sangre ajenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora