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—¿Quién es Román? —preguntó Santiago.

—El encargado de las drogas en La Colmena —contestó Johny, algo temeroso por la forma en que, de pronto, se había convertido en el centro de atención, cosa que normalmente le encanta. No en aquella ocasión.

—¿Estás seguro de que es él? —Araneda levantó la fotografía.

El chico suspiró y tomó el papel con las manos. Estaba temblando.

—Sí.

Aruzzi pidió la imagen, el inspector se la alcanzó. 

—O sea que ¿este es Adrián Martínez, hoy?

—Sí —respondió Santiago—. El hermano de Blanca.

—¡Es increíble que esté vivo! —exclamó Ramiro—. Todos estos años pensamos que lo habían matado también.

—¿Lo reconocés? —preguntó Santiago. Aruzzi afirmó con la cabeza sin quitar los ojos del papel.

—Si... Si lo miro bien, sí, es él, los ojos, la boca.

—Al parecer estuvo siempre más cerca de lo que pensábamos —reflexionó Santiago. Todos comenzaron a emitir opiniones levantando un poco las voces. Araneda hizo un gesto solicitando calma. Con el tumulto, Homero había llegado hasta él y había apoyado el hocico sobre sus piernas—. No me asusten al perro —pidió con suavidad—, está muy susceptible últimamente. Bien —continuó, rascando la cabeza del can—. ¿Cómo llegó Adrián, alias Román, a La Colmena? ¿Lo sabés? —La pregunta fue para Johny.

—Creo que por Juana, la mujer de la limpieza. Es sobrino de ella o algo así. Juana habló con Mateo cuando el dealer anterior se fue... Yo no sé mucho. Me contó Mateo.

—Esta tal Juana ¿vive allí también, con ustedes?

—No. Iba y venía cuando se la necesitaba. Hacía la limpieza, a veces a la mañana, a veces a la tarde. Y a veces, se quedaba de noche, un rato,  para que los vecinos la vieran. Se suponía que era la esposa de Domingo y que eran los dueños de la mansión. Una fachada para que la gente del barrio no sospechase lo que se hacía puertas adentro.

—¿Por qué hablás de ella en pasado?

—Porque se fue. Cuando murió Mateo, Domingo, ella y yo nos teníamos que ir de allí. Nos lo pidió en la carta que te mostré.

—No recuerdo que hablara de ninguna Juana.

—No. Pero Domingo la quería mucho y se lo advirtió. En realidad, nuestra intención es sacar a todos los chicos. Dolo y Clau se van a la madrugada, ya tienen todo listo, están muy asustadas.

—¡Tenemos que hacer la redada hoy mismo! —vociferó Juárez poniéndose de pie y sacando su radio del cinturón—. ¡Antes de que se fuguen todos!

—¡Pará un poco! —lo reprendió Benítez, tomándolo por un brazo y obligándolo a sentarse nuevamente—. ¿Qué querés hacer? ¿Meter presos a un grupo de pibes adictos que se prostituyen porque no tienen otro lugar adonde ir? ¡Dejate de joder! ¡Hay gente más responsable que tiene que pagar por mucho más!

—La mayoría de esos chicos tienen alguna causa judicial, alguna denuncia pequeña, o simplemente a alguna trasgresión sin importancia —relató Araneda—, y Marcucci o Fabbiani, los llevaron allí para «cumplir sus condenas». Por eso dije antes que hay que otorgar ciertas garantías. Esos chicos no necesitan ir en cana. Ya han pagado bastante. En todo caso hay que estudiar caso por caso y decidir.

—Los entregan —acotó Johny con el ceño fruncido.

—¿No me dijiste que Portillo te salvó...? ¿Que vos quisiste...?

La sangre ajenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora